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CLIFFORD GEERTZ
EL IMPACTO DEL CONCEPTO DE CULTURA EN EL
CONCEPTO DEL HOMBRE
I
Hacia el final de su reciente estudio de las ideas empleadas por pueblos tribuales, La Pens��e Sauvage, el antrop��logo franc��s L��vi-Strauss observa que la explicaci��n cient��fica no consiste, como tendemos a imaginar, en la reducci��n de lo complejo a lo simple. Antes bien consiste, dice el autor, en sustituir por una complejidad m��s inteligible una complejidad que lo es menos. En el caso del estudio del hombre puede uno ir a��n m��s lejos, seg��n creo, y aducir que la explicaci��n a menudo consiste en sustituir cuadros simples por cuadros complejos, procurando conservar de alguna manera la claridad persuasiva que presentaban los cuadros simples.
Supongo que la elegancia contin��a siendo un ideal cient��fico general; pero en ciencias sociales muy a menudo se dan desarrollos verdaderamente creativos apart��ndose de ese ideal. El avance cient��fico com��nmente consiste en una progresiva complicaci��n de lo que antes parec��a una serie hermosamente simple de ideas, pero que ahora parece intolerablemente simplista. Una vez producida esta especie de desencanto, la inteligibilidad y, por lo tanto, la fuerza explicativa reposan en la posibilidad de sustituir por lo abarcado pero comprensible lo abarcado pero incomprensible a que se refiere L��vi-Strauss. Whitehead ofreci�� una vez la siguiente m��xima a las ciencias naturales: ��Busca la simplicidad y desconf��a de ella��; a las ciencias sociales podr��a haberles dicho: ��Busca la complejidad y ord��nala��.
Ciertamente el estudio de la cultura se ha desarrollado como si se hubiera seguido esta m��xima. El nacimiento de un concepto cient��fico de cultura equival��a a la demolici��n (o, por lo menos, estaba relacionado con ��sta) de la concepci��n de la naturaleza humana que dominaba durante la Ilustraci��n -una concepci��n que, d��gase lo que se dijere en favor o en contra de ella, era clara y simple- y a su reemplazo por una visi��n no s��lo m��s complicada sino enormemente menos clara. El intento de clarificarla, de reconstruir una explicaci��n inteligible de lo que el hombre es, acompañ�� desde entonces todo el pensamiento cient��fico sobre la cultura. Habiendo buscado la complejidad y habi��ndola encontrado en una escala mayor de lo que jam��s se hab��an imaginado, los antrop��logos se vieron empeñados en un tortuoso esfuerzo para ordenarla. Y el fin de este proceso no est�� todav��a a la vista.
La Ilustraci��n conceb��a desde luego al hombre en su unidad con la naturaleza con la cual compart��a la general uniformidad de composici��n que hab��an descubierto las ciencias naturales bajo la presi��n de Bacon y la gu��a de Newton. Seg��n esto, la naturaleza humana est�� tan regularmente organizada, es tan invariable y tan maravillosamente simple como el universo de Newton. Quiz��s algunas de sus leyes sean diferentes, pero hay leyes; quiz��s algo de su car��cter inmutable quede oscurecido por los aderezos de modas locales, pero la naturaleza humana es inmutable.
Una cita que hace Lovejoy (cuyo magistral an��lisis estoy siguiendo aqu��) de un historiador de la ilustraci��n, Mascou, expone la posici��n general con esa ��til llaneza que a menudo encontramos en un escritor menor:
��El marco esc��nico [en diferentes tiempos y lugares] ciertamente cambia y los actores cambian sus vestimentas y su apariencia; pero sus movimientos internos surgen de los mismos deseos y pasiones de los hombres y producen sus efectos en las vicisitudes de los reinos y los pueblos��. (1)
Ahora bien, no cabe menospreciar esta concepci��n, ni tampoco puede decirse, del concepto a pesar de mi referencia a su ��demolici��n��, que haya desaparecido completamente del pensamiento antropol��gico contempor��neo. La idea de que los hombres son hombre en cualquier guisa y contra cualquier tel��n de fondo no ha sido reemplazada por la de ��otras costumbres, otras bestias��.
Sin embargo, por bien construido que estuviera el concepto iluminista de la naturaleza humana, ten��a algunas implicaciones mucho menos aceptables, la principal de las cuales era, para citar esta vez al propio Lovejoy, la de que ��todo aquello cuya inteligibilidad, verificabilidad o afirmaci��n real est�� limitada a hombres de una edad especial, de una raza especial, de un determinado temperamento, tradici��n o condici��n carece de verdad o valor o, en todo caso, no tiene importancia para un hombre razonable��. (2) La enorme variedad de diferencias que presentan los hombres en cuanto a creencias y valores, costumbres e instituciones, seg��n los tiempos y lugares, no tiene significaci��n alguna para definir su naturaleza. Se trata de meros aditamentos y hasta de deformaciones que recubren y oscurecen lo que es realmente humano -lo constante, lo general, lo universal- en el hombre.
Y as��, en un pasaje hoy muy conocido, el doctor Johnson consideraba que el genio de Shakespeare consist��a en el hecho de que ��sus personajes no est��n modificados por las costumbres de determinados lugares y no practicadas por el resto del mundo, o por las peculiaridades de estudios o profesiones que pueden influir s��lo en un pequeño n��mero, o por los accidentes de transitorias modas u opiniones��. (3) Y Racine consideraba el ��xito de sus obras de temas cl��sicos como prueba de que ��el gusto de Par��s... coincide con el de los atenienses; mis espectadores se conmov��an por las mismas cosas que en otros tiempos arrancaban l��grimas a los ojos de las clases m��s cultivadas de Grecia��. (4)
Lo malo de este g��nero de opini��n, independientemente del hecho de que suena alg��n tanto c��mica procediendo de alguien tan profundamente ingl��s como Johnson o tan profundamente franc��s como Racine, est�� en que la imagen de una naturaleza humana constante e independiente del tiempo, del lugar y de las circunstancias, de los estudios y de las profesiones, de las modas pasajeras y de las opiniones transitorias, puede ser una ilusi��n, en el hecho de que lo que el hombre es puede estar entretejido con el lugar de donde es y con lo que ��l cree que es de una manera inseparable. Precisamente considerar semejante posibilidad fue lo que condujo al nacimiento del concepto de cultura y al ocaso de la concepci��n del hombre como ser uniforme. Cualesquiera que sean las cosas que afirme la moderna antropolog��a -y parece que en un momento u otro afirm�� casi todas las cosas posibles-, hoy es firme la convicci��n de que hombres no modificados por las costumbres de determinados lugares en realidad no existen, que nunca existieron y, lo que es m��s importante, que no podr��an existir por la naturaleza misma del caso. No hay, no puede haber un escenario donde podamos vislumbrar a los actores de Mascou como ��personas reales�� que pasean por las calles haraganeando, desentendidas de sus profesiones y exhibiendo con ingenuo candor sus espont��neos deseos y pasiones. Estos actores podr��n cambiar sus papeles, sus estilos de representaci��n y los dramas en que trabajan; pero -como el propio Shakespeare desde luego lo observ��- est��n siempre actuando.
Esta circunstancia hace extraordinariamente dif��cil trazar una l��nea entre lo que es natural, universal y constante en el hombre y lo que es convencional, local y variable. En realidad, sugiere que trazar semejante l��nea es falsear la situaci��n humana o por lo menos representarla seriamente mal.
Consideremos el trance de los naturales de Bali. Esos hombres caen en estados extremadamente disociados en los que cumplen toda clase de actividades espectaculares -clavan los dientes en las cabezas de los pollos vivos para arrancarlas, se hieren con dagas, se lanzan a violentos movimientos, profieren extraños gritos, realizan milagrosas hazañas de equilibrio, imitan el acto sexual, comen heces- y lo hacen con tanta facilidad y de forma tan repentina como nosotros caemos en el sueño. Esos estados de rapto son una parte central de toda ceremonia. En algunos casos, cincuenta o sesenta personas caen una tras otra (��cual una hilera de petardos que van estallando��, como hubo de decirlo un observador), y salen del trance a los cinco minutos o varias horas despu��s sin tener la menor idea de lo que han estado haciendo y convencidas, a pesar de la amnesia, de que han tenido la experiencia m��s extraordinaria y m��s profundamente satisfactoria. ¿Qu�� conclusi��n puede uno sacar sobre la naturaleza humana a partir de esta clase de cosas y de los millares de cosas igualmente peculiares que los antrop��logos descubren, investigan y describen? ¿Que los naturales de Bali son seres peculiares, marcianos de los Mares del Sur? ¿Que son lo mismo que nosotros en el fondo pero con ciertas costumbres peculiares, aunque realmente incidentales, que nosotros no tenemos? ¿Que tienen dotes innatas o que instintivamente se ven impulsados en ciertas direcciones antes que en otras? ¿O que la naturaleza humana no existe y que los hombres son pura y simplemente lo que su cultura los hace?
Con interpretaciones como ��stas, todas insatisfactorias, la antropolog��a intent�� orientarse hacia un concepto m��s viable del hombre, un concepto en el que la cultura y la variedad de la cultura se tuvieran en cuenta en lugar de ser consideradas como caprichos y prejuicios, y al mismo tiempo un concepto en el que sin embargo no quedara convertida en una frase vac��a ��la unidad b��sica de la humanidad��, el principio rector de todo el campo. Dar el gigantesco paso de apartarse de la concepci��n de la naturaleza humana unitaria significa, en lo que se refiere al estudio del hombre, abandonar el Ed��n. Sostener la idea de que la diversidad de las costumbres a trav��s de los tiempos y en diferentes lugares no es una mera cuesti��n de aspecto y apariencia, de escenario y de m��scaras de comedia, es sostener tambi��n la idea de que la humanidad es variada en su esencia como lo es en sus expresiones. Y con semejante reflexi��n se aflojan algunas amarras filos��ficas bien apretadas y comienza una desasosegada deriva en aguas peligrosas.
Peligrosas porque si uno descarta la idea de que el Hombre con ��H�� may��scula ha de buscarse detr��s o m��s all�� o debajo de sus costumbres y se la reemplaza por la idea de que el hombre, con min��scula, ha de buscarse ��en�� ellas, corre uno el peligro de perder al hombre enteramente de vista. O bien se disuelve sin dejar residuo alguno en su tiempo y lugar, criatura cautiva de su ��poca, o bien se convierte en un soldado alistado en un vasto ej��rcito tolstoiano inmerso en uno u otro de los terribles determinismos hist��ricos que nos han acosado desde Hegel en adelante. En las ciencias sociales estuvieron presentes y hasta cierto punto a��n lo est��n estas dos aberraciones: una marchando bajo la bandera del relativismo cultural, la otra bajo la bandera de la evoluci��n cultural. Pero tambi��n hubo, y m��s com��nmente, intentos para evitar aquellas dos posiciones buscando en las estructuras mismas de la cultura los elementos que definen una existencia humana que, si bien no son constantes en su expresi��n, son sin embargo distintivos por su car��cter.
II
Los intentos para situar al hombre atendiendo a sus costumbres asumieron varias direcciones y adoptaron diversas t��cticas; pero todos ellos, o virtualmente todos, se ajustaron a una sola estrategia intelectual general, lo que llamar�� la concepci��n ��estratigr��fica�� de las relaciones entre los factores biol��gicos, psicol��gicos, sociales y culturales de la vida humana. Seg��n esta concepci��n, el hombre es un compuesto en varios ��niveles��, cada uno de los cuales se superpone a los que est��n debajo y sustenta a los que est��n arriba. Cuando analiza uno al hombre quita capa tras capa y cada capa como tal es completa e irreductible en s�� misma; al quitarla revela otra capa de diferente clase que est�� por debajo. Si se quitan las abigarradas formas de la cultura se encuentra uno las regularidades funcionales y estructurales de la organizaci��n social. Si se quitan ��stas, halla uno los factores psicol��gicos subyacentes -��las necesidades b��sicas�� o lo que fuere- que les prestan su apoyo y las hacen posibles. Si se quitan los factores psicol��gicos encuentra uno los fundamentos biol��gicos -anat��micos, fisiol��gicos, neurol��gicos- de todo el edificio de la vida humana.
El atractivo de este tipo de conceptualizaci��n, independientemente del hecho de que garantizaba la independencia y soberan��a de las disciplinas acad��micas establecidas, estribaba en que parec��a hacer posible resolverlo todo. No hab��a que afirmar que la cultura del hombre lo era todo para ��l a fin de pretender que constitu��a, ello no obstante, un componente esencial e irreductible y hasta supremo de la naturaleza humana. Los hechos culturales pod��an interpretarse a la luz de un fondo de hechos no culturales sin disolverlos en ese fondo ni disolver el fondo en los hechos mismos. El hombre era un animal jer��rquicamente estratificado. Una especie de dep��sito evolutivo en cuya definici��n cada nivel -org��nico, psicol��gico, social y cultural- ten��a asignado un lugar indiscutible. Para ver lo que realmente el hombre era, deb��amos superponer conclusiones de las diversas ciencias pertinentes -antropolog��a, sociolog��a, psicolog��a, biolog��a- unas sobre otras como los varios dibujos de un paño moir��; y una vez hecho esto, la importancia capital del nivel cultural (el ��nico distintivo del hombre) se pondr��a naturalmente de manifiesto y nos dir��a con su propio derecho lo que realmente era el hombre. La imagen del hombre propia del siglo XVIII que lo ve��a como un puro razonador cuando se lo despojaba de sus costumbres culturales, fue sustituida a fines del siglo XIX y principios del siglo XX por la imagen del hombre visto como el animal transfigurado que se manifestaba en sus costumbres.
En el plano de la investigaci��n concreta y del an��lisis espec��fico, esta gran estrategia se dedic�� primero a buscar en la cultura principios universales y uniformidades emp��ricas que, frente a la diversidad de las costumbres en todo el mundo y en distintas ��pocas, pudieran encontrarse en todas partes y aproximadamente en la misma forma, y, segundo, hizo el esfuerzo de relacionar tales principios universales, una vez encontrados, con las constantes establecidas de la biolog��a humana, de la psicolog��a y de la organizaci��n social. Si pod��an aislarse algunas costumbres del cat��logo de la cultura mundial y considerarse comunes a todas las variantes locales de la cultura y si ��stas pod��an conectarse de una manera determinada con ciertos puntos de referencia invariables en los niveles subculturales, entonces podr��a hacerse alg��n progreso en el sentido de especificar qu�� rasgos culturales son esenciales a la existencia humana y cu��les son meramente adventicios, perif��ricos u ornamentales. De esta manera, la antropolog��a podr��a determinar las dimensiones culturales en un concepto del hombre en conformidad con las dimensiones suministradas de an��loga manera por la biolog��a, la psicolog��a o la sociolog��a.
En esencia, ��sta de ninguna manera es una idea nueva. El concepto de un consensus gentium (consenso de toda la humanidad) -la noci��n de que hay cosas sobre las cuales todos los hombres convendr��n en que son correctas, reales, justas o atractivas y que esas cosas son por lo tanto, en efecto, correctas, reales, justas o atractivas- estaba ya en la Ilustraci��n y probablemente estuviera presente en una forma u otra en todas las edades y en todos los climas. Tr��tase de una de esas ideas que se le ocurren a casi todo el mundo tarde o temprano. Pero en antropolog��a moderna su desarrollo -que comenz�� con la elaboraci��n que hizo G.P. Murdock de una serie de ��comunes denominadores de la cultura�� durante la segunda guerra mundial y despu��s de ella- agreg�� algo nuevo. Agreg�� la noci��n de que (para citar a Clyde Kluckhohn, quiz��s el m��s convincente de los te��ricos del consensus gentium) ��algunos aspectos de la cultura asumen sus formas espec��ficas s��lo como resultado de accidentes hist��ricos; otros son modelados por fuerzas que propiamente pueden llamarse universales��. (5) De esta manera, la vida cultural del hombre est�� dividida en dos: una parte es, como las vestiduras de los actores de Mascou, independiente de los ��movimientos internos�� newtonianos de los hombres; la otra parte es una emanaci��n de esos movimientos mismos. La cuesti��n que aqu�� se plantea es: ¿puede realmente sostenerse este edificio situado a mitad de camino entre el siglo XVIII y el siglo XX?
Que se sostenga o no depende de que pueda establecerse y afirmarse el dualismo entre aspectos emp��ricamente universales de cultura, que tienen sus ra��ces en realidades subculturales, y aspectos emp��ricamente variables que no presentan tales ra��ces. Y esto a su vez exige: 1) que los principios universales propuestos sean sustanciales y no categor��as vac��as; 2) que est��n espec��ficamente fundados en procesos biol��gicos, psicol��gicos o sociol��gicos y no vagamente asociados con ��realidades subyacentes��, y 3) que puedan ser defendidos convincentemente como elementos centrales en una definici��n de humanidad en comparaci��n con la cual las mucho m��s numerosas particularidades culturales sean claramente de importancia secundaria. En estos tres puntos me parece que el enfoque del consensus gentium fracasa; en lugar de dirigirse a los elementos esenciales de la situaci��n humana se aparta de ellos.
La raz��n por la cual no satisface la primera de estas exigencias -la de que los principios universales propuestos sean sustanciales y no categor��as vac��as o casi vac��as- es la de que no puede hacerlo. Hay un conflicto l��gico entre afirmar, por ejemplo, que ��religi��n��, ��matrimonio��, o ��propiedad�� son principios universales emp��ricos y darles un contenido espec��fico pues, decir que son universales emp��ricos equivale a decir que tienen el mismo contenido y decir que tienen el mismo contenido implica ir contra el hecho innegable de que no lo tienen. Si uno define la religi��n de una manera general e indeterminada -por ejemplo, como la orientaci��n fundamental del hombre frente a la realidad- entonces no puede al mismo tiempo asignar a esa orientaci��n un contenido en alto grado circunstanciado, pues evidentemente lo que compone la orientaci��n fundamental frente a la realidad en los arrebatados aztecas, que en sacrificios humanos elevaban al cielo corazones palpitantes arrancados a pechos vivos, no es la orientaci��n fundamental de los mansos zuñ�� bailando en grandes masas para dirigir sus s��plicas a los ben��volos dioses de la lluvia. El ritualismo obsesivo y el polite��smo insondable de los hind��es expresa una concepci��n muy diferente de lo ��realmente real�� de la concepci��n categ��ricamente monote��sta y del austero legalismo del islamismo sun��. Aun cuando uno procure mantenerse en planos menos abstractos y afirmar, como lo hizo Kluckhohn, que es universal el concepto de una vida despu��s de la muerte, o como lo hizo Malinowski, que el sentido de la providencia es universal, nos encontramos frente a la misma contradicci��n. Para hacer que la generalizaci��n de una vida despu��s de la muerte resulte igual para los confucianos y los calvinistas, para los buddhistas zen y los buddhistas tibetanos, debe uno definirla en t��rminos muy generales, en verdad tan generales que queda virtualmente evaporada toda la fuerza que parece tener. Y lo mismo cabe decir del sentido de la providencia, la cual puede cubrir bajo sus alas tanto las ideas de los navajos sobre las relaciones de los dioses y los hombres como las ideas de los naturales de las islas Trobriand. Y lo mismo que con la religi��n ocurre con el ��matrimonio��, ��el comercio�� y todo lo dem��s que A.L. Kroeber llama acertadamente ��falsos universales��, incluso en lo que respecta a algunos aparentemente m��s tangibles. El hecho de que en todas partes la gente se acople y genere hijos, el hecho de que tenga cierto sentido de lo m��o y lo tuyo y se proteja de una u otra manera de la lluvia y del sol no son hechos falsos ni, desde ciertos puntos de vista, carentes de importancia; pero dif��cilmente puedan ayudarnos mucho a trazar un retrato del hombre que sea fiel a ��ste por su semejanza y no una vacua especie de caricatura a lo ��John Q. Public��.
Lo que afirmo (que deber��a ser claro y espero que sea a��n m��s claro dentro de un instante) es, no que no se puedan hacer generalizaciones sobre el hombre como hombre, salvo que ��ste es un animal sumamente variado, o que el estudio de la cultura en nada contribuye a revelar tales generalizaciones. Lo que quiero decir es que ellas no habr��n de descubrirse mediante la b��squeda baconiana de universales culturales, una especie de escrutinio de la opini��n p��blica de los pueblos del mundo en busca de un consensus gentium, que en realidad no existe; y quiero decir adem��s que el intento de hacerlo conduce precisamente al g��nero de relativismo que toda esta posici��n se hab��a propuesto expresamente evitar. ��La cultura zuñ�� valora la contenci��n��, dice Kluckhohn, ��la cultura kwakiutl alienta el exhibicionismo del individuo. Estos son valores constantes, pero al adherirse a ellos los zuñ�� y los kwakiutl muestran su adhesi��n a un valor universal, la valorizaci��n de las normas distintivas de su propia cultura��. (6) Esto es claramente una evasi��n, pero s��lo es m��s aparente y no m��s evasiva que las discusiones de los universales de la cultura en general. Despu��s de todo, ¿qu�� nos autoriza a decir, con Herskovits, que ��la moral es un principio universal, lo mismo que el goce de la belleza y alg��n criterio de verdad��, si poco despu��s nos vemos obligados, como hace este autor, a agregar que ��las m��ltiples formas que toman estos conceptos no son sino productos de la particular experiencia hist��rica de las sociedades que las manifiestan��? (7) Una vez que abandona uno la concepci��n de la uniformidad, aun cuando lo haga (como los te��ricos del consensus gentium) s��lo parcial y vacilantemente, el relativismo contin��a siendo un peligro real que puede empero evitarse s��lo encarando directa y plenamente las diversidades de la cultura humana (la reserva de los zuñ�� y el exhibicionismo de los kwakiutl), abarc��ndolas dentro del concepto de hombre, y no eludi��ndolas con vagas tautolog��as y trivialidades sin fuerza.
Desde luego, la dificultad de enunciar universales culturales que sean al propio tiempo sustanciales impide tambi��n que se satisfaga la segunda exigencia que tiene que afrontar el enfoque del consensus gentium, el requisito de fundar esos universales en particulares procesos biol��gicos, psicol��gicos o sociol��gicos. Pero todav��a hay algo m��s: la concepci��n ��estratigr��fica�� de las relaciones entre factores culturales y factores no culturales impide esa fundamentaci��n del modo m��s efectivo. Una vez que se ha llevado la cultura, la psique y el organismo a ��planos cient��ficos separados��, completos y aut��nomos en s�� mismos, es muy dif��cil volver a unirlos.
El intento m��s com��n de hacerlo es utilizar lo que se llaman ��puntos de referencia invariantes��. Estos puntos habr��n de encontrarse, para citar una de las m��s famosas enunciaciones de esta estrategia (��Hacia un lenguaje com��n para el ��mbito de las ciencias sociales��, memor��ndum elaborado por Talcott Parsons, Kluckhohn, O. H. Taylor y otros a principios de la d��cada de 1940).
En la naturaleza
de los sistemas sociales, en la naturaleza biol��gica y psicol��gica
de los individuos que los componen, en las situaciones externas en las
que ��stos viven y obran, en la necesidad de coordinaci��n de los sistemas
sociales. En [la cultura]... estos focos de la estructura nunca se ignoran.
De alguna manera deben ��adaptarse�� o ��tenerse en cuenta��.
Se conciben los universales culturales como respuestas cristalizadas a estas realidades ineludibles, como maneras institucionalizadas de llegar a un arreglo con ellas.
El an��lisis consiste entonces en cotejar supuestos universales con postuladas necesidades subyacentes y en intentar mostrar que hay cierta buena correspondencia entre ambas cosas. En el nivel social, se hace referencia a hechos tan indiscutibles como el de que todas las sociedades para persistir necesitan que sus miembros se reproduzcan, o que deben producir bienes y servicios, de ah�� la universalidad de cierta forma de familia o cierta forma de comercio. En el plano psicol��gico, se recurre a ciertas necesidades b��sicas como el crecimiento personal -de ah�� la ubicuidad de las instituciones educativas- o a problemas panhumanos, como la situaci��n ed��pica; de ah�� la ubicuidad de los dioses punitivos y de las diosas que prodigan cuidados. En el plano biol��gico se trata del metabolismo y de la salud; en el cultural, de h��bitos alimentarios y procedimientos de cura, etc. El plan de acci��n consiste en considerar subyacentes exigencias humanas de una u otra clase y luego tratar de mostrar que esos aspectos culturales que son universales est��n, para emplear de nuevo la imagen de Kluckhohn, ��cortados�� por esas exigencias.
Otra vez aqu�� el problema no es tanto saber si existe de una manera general esta especie de congruencia, como saber si se trata de una congruencia laxa e indeterminada. No es dif��cil referir ciertas instituciones humanas a lo que la ciencia (o el sentido com��n) nos dice que son exigencias de la existencia humana, pero es mucho m��s dif��cil establecer esta relaci��n de una forma inequ��voca. No s��lo casi toda instituci��n sirve a una multiplicidad de necesidades sociales, psicol��gicas y org��nicas (de manera que decir que el matrimonio es un mero reflejo de la necesidad social de reproducci��n o que los h��bitos alimentarios son un reflejo de necesidades metab��licas es incurrir en la parodia) sino que no hay manera de establecer de un modo preciso y verificable las relaciones entre los distintos niveles. A pesar de las primeras apariencias, aqu�� no hay ning��n serio intento de aplicar los conceptos y teor��as de la biolog��a, de la psicolog��a o de la sociolog��a al an��lisis de la cultura (y, desde luego, ni siquiera la menor sugesti��n del intercambio inverso) sino que se trata meramente de colocar supuestos hechos procedentes de niveles culturales y subculturales unos junto a los otros para suscitar la oscura sensaci��n de que existe entre ellos alguna clase de relaci��n, una oscura especie de ��corte��. Aqu�� no hay en modo alguno integraci��n te��rica, s��lo hay una mera correlaci��n (y ��sta intuitiva) de hallazgos separados. Con el enfoque de los niveles nunca podemos, ni siquiera invocando ��puntos de referencia invariantes��, establecer genuinas interconexiones funcionales entre factores culturales y factores no culturales; s��lo podemos establecer analog��as, paralelismos, sugestiones y afinidades m��s o menos convincentes.
Con todo, aun cuando yo est�� equivocado, (como muchos antrop��logos lo sostendr��n, seg��n admito) al pretender que el enfoque del consensus gentium no puede presentar ni universales sustanciales ni conexiones espec��ficas entre fen��menos culturales y fen��menos no culturales que los expliquen, todav��a queda pendiente la cuesti��n de si tales universales deber��an tomarse como los elementos centrales en la definici��n del hombre, o si lo que necesitamos es una concepci��n de la humanidad fundada en un com��n denominador de un orden m��s bajo. Esta, desde luego, es una cuesti��n filos��fica, no cient��fica; pero la idea de que la esencia de lo que significa ser humano se revela m��s claramente en aquellos rasgos de la cultura humana que son universales, y no en aquellos que son distintivos de este o aquel pueblo, es un prejuicio que no estamos necesariamente obligados a compartir. ¿Es aprehendiendo semejantes hechos generales -por ejemplo el de que el hombre en todas partes tiene alguna clase de ��religi��n��- o aprehendiendo la riqueza de este o aquel fen��meno religioso -el rapto de los naturales de Bali o el ritualismo indio, los sacrificios humanos de los aztecas o la danza para obtener la lluvia de los zuñ��- como captamos al hombre? ¿Es el hecho de que el ��matrimonio�� es universal (si lo es) un indicio tan penetrante de lo que somos como los hechos relativos a la poliandria del Himalaya o esas fant��sticas reglas de matrimonio australianas o los elaborados sistemas de precio de la novia de los bant��es de Africa? El comentario de que Cromwell era el ingl��s m��s t��pico de su tiempo precisamente porque era el m��s estramb��tico, puede resultar pertinente tambi��n aqu��; bien pudiera ser que las particularidades culturales de un pueblo -en sus rarezas- puedan encontrarse algunas de las m��s instructivas revelaciones sobre lo que sea gen��ricamente humano; bien pudiera ser que la principal contribuci��n de la ciencia de la antropolog��a a la construcci��n -o reconstrucci��n- de un concepto de hombre pueda consistir pues en mostrarnos c��mo hallarlas.
III
La principal raz��n de que los antrop��logos se hayan apartado de las particularidades culturales cuando se trataba en definir al hombre y se hayan refugiado en cambio en exang��es principios universales es el hecho de que, encontr��ndose frente a las enormes variaciones de la conducta humana, se dejaban ganar por el temor de caer en el historicismo, de perderse en un torbellino de relativismo cultural tan convulsivo que pudiera privarlos de todo asidero fijo. Y no han faltado ocasiones de que se manifestara ese temor: Patterns of Culture de Ruth Benedict, probablemente el libro de antropolog��a m��s popular que se haya publicado en los Estados Unidos, con su extraña conclusi��n de que cualquier cosa que un grupo de personas est�� inclinado a hacer es digno del respeto de otro, es quiz�� s��lo el ejemplo m��s sobresaliente de las desasosegadas posiciones en que uno puede caer al entregarse excesivamente a lo que Marc Bloch llam�� ��la emoci��n de aprender cosas singulares��. Sin embargo tal temor es un espantajo. La idea de que a menos que un fen��meno cultural sea emp��ricamente universal no puede reflejar nada de la naturaleza del hombre es aproximadamente tan l��gica como la idea de que porque la anemia afortunadamente no es universal nada puede decirnos sobre procesos gen��ticos humanos. Lo importante de la ciencia no es que los fen��menos sean emp��ricamente comunes -¿de otra manera por qu�� Becquerel estar��a tan interesado en el peculiar comportamiento del uranio?-, sino que puedan revelar los permanentes procesos naturales que est��n en la base de dichos fen��menos. Ver el cielo en un grano de arena es una triquiñuela que no s��lo los poetas pueden realizar.
En suma, lo que necesitamos es buscar relaciones sistem��ticas entre diversos fen��menos, no identidades sustantivas entre fen��menos similares. Y para hacerlo con alguna efectividad, debemos reemplazar la concepci��n ��estratigr��fica�� de las relaciones que guardan entre s�� los varios aspectos de la existencia humana por una concepci��n sint��tica, es decir, una concepci��n en la cual factores biol��gicos, psicol��gicos, sociol��gicos y culturales puedan tratarse como variables dentro de sistemas unitarios de an��lisis. Establecer un lenguaje com��n en las ciencias sociales no es una cuesti��n de coordinar meramente terminolog��as o, lo que es a��n peor, de acuñar nuevas terminolog��as artificiales; tampoco es una cuesti��n de imponer una sola serie de categor��as a todo el dominio. Se trata de integrar diferentes tipos de teor��as y conceptos de manera tal que uno pueda formular proposiciones significativas que abarquen conclusiones ahora confinadas en campos de estudio separados.
En el intento de lanzarme a esa integraci��n desde el terreno antropol��gico para llegar as�� a una imagen m��s exacta del hombre, deseo proponer dos ideas: la primera es la de que la cultura se comprende mejor no como complejos de esquemas concretos de conducta -costumbres, usanzas, tradiciones, conjuntos de h��bitos-, como ha ocurrido en general hasta ahora, sino como una serie de mecanismos de control -planes, recetas, f��rmulas, reglas, instrucciones (lo que los ingenieros de computaci��n llaman ��programas��- que gobiernan la conducta. La segunda idea es la de que el hombre es precisamente el animal que m��s depende de esos mecanismos de control extragen��ticos, que est��n fuera de su piel, de esos programas culturales para ordenar su conducta.
Ninguna de estas ideas es enteramente nueva, pero una serie de recientes puntos de vista registrados tanto en antropolog��a como en otras ciencias (cibern��tica, teor��a de la informaci��n, neurolog��a, gen��tica molecular) las ha hecho susceptibles de una enunciaci��n m��s precisa y les ha prestado un grado de apoyo emp��rico que antes no ten��an. Y de estas reformulaciones del concepto de cultura y del papel de la cultura en la vida humana deriva a su vez una definici��n del hombre que pone el acento no tanto en los caracteres emp��ricamente comunes de su conducta a trav��s del tiempo y de un lugar a otro, como sobre los mecanismos por cuya acci��n la amplitud y la indeterminaci��n de las facultades inherentes al hombre quedan reducidas a la estrechez y al car��cter espec��fico de sus realizaciones efectivas. Uno de los hechos m��s significativos que nos caracterizan podr��a ser en definitiva el de que todos comenzamos con un equipamiento natural para vivir un millar de clases de vida, pero en ��ltima instancia s��lo acabamos viviendo una.
La concepci��n de la cultura desde el punto de vista de los ��mecanismos de control�� comienza con el supuesto de que el pensamiento humano es fundamentalmente social y p��blico, de que su lugar natural es el patio de la casa, la plaza del mercado y la plaza de la ciudad. El pensar no consiste en ��sucesos que ocurren en la cabeza�� (aunque sucesos en la cabeza y en otras partes son necesarios para que sea posible pensar) sino en un tr��fico de lo que G.H. Mead y otros llamaron s��mbolos significativos -en su mayor parte palabras, pero tambi��n gestos, ademanes, dibujos, sonidos musicales, artificios mec��nicos, como relojes u objetos naturales como joyas- cualquier cosa, en verdad, que est�� desembarazada de su mera actualidad y sea usada para imponer significaci��n a la experiencia. En el caso de cualquier individuo particular esos s��mbolos ya le est��n dados en gran medida. Ya los encuentran corrientemente en la comunidad en que naci�� y esos s��mbolos contin��an existiendo, con algunos agregados, sustracciones y alteraciones parciales a las que ��l puede haber contribuido o no, despu��s de su muerte. Mientras vive los utiliza, o utiliza algunos de ellos, a veces deliberadamente o con cuidado, lo m��s frecuentemente de manera espont��nea y con facilidad, pero siempre lo hace con las mismas miras: colocar una construcci��n sobre los sucesos entre lo que vive para orientarse dentro del ��curso en marcha de las cosas experimentadas��, para decirlo con una v��vida frase de John Dewey.
El hombre necesita tanto de esas fuentes simb��licas de iluminaci��n para orientarse en el mundo, porque la clase de fuentes no simb��licas que est��n constitucionalmente insertas en su cuerpo proyectan una luz muy difusa. Los esquemas de conducta de los animales inferiores, por lo menos en mucha mayor medida que en el hombre, les son dados con su estructura f��sica; las fuentes gen��ticas de informaci��n ordenan sus acciones dentro de m��rgenes de variaci��n mucho m��s estrechos y que son m��s estrechos cuanto m��s inferior es el animal. En el caso del hombre, lo que le est�� dado innatamente son facultades de respuesta en extremo generales que, si bien hacen posible mayor plasticidad, mayor complejidad y, en las dispersas ocasiones en que todo funciona como deber��a, mayor efectividad de conducta, est��n mucho menos precisamente reguladas. Y ��sta es la segunda fase de nuestra argumentaci��n: si no estuviera dirigida por estructuras culturales -por sistemas organizados de s��mbolos significativos-, la conducta del hombre ser��a virtualmente ingobernable, ser��a un puro caos de actos sin finalidad y de estallidos de emociones, de suerte que su experiencia ser��a virtualmente amorfa. La cultura, la totalidad acumulada en esos esquemas o estructuras, no es s��lo un ornamento de la existencia humana, sino que es una condici��n esencial de ella.
En antropolog��a algunos de los testimonios m��s convincentes en apoyo de esta posici��n se deben a los recientes progresos de nuestra comprensi��n de lo que sol��a llamarse la ascendencia del hombre: el surgimiento del homo sapiens al destacarse de su fondo general de primate. De estos progresos tres tienen importancia capital: 1) se descart�� la perspectiva secuencial de las relaciones entre la evoluci��n f��sica y el desarrollo cultural del hombre en beneficio de la idea de una superposici��n interactiva; 2) se descubri�� que el grueso de los cambios biol��gicos que engendraron al hombre moderno a partir de sus progenitores m��s inmediatos se produjeron en el sistema nervioso central y muy especialmente en el cerebro; 3) se advirti�� que el hombre es, desde el punto de vista f��sico, un animal incompleto, un animal inconcluso, que lo que lo distingue m��s gr��ficamente de los no hombres es menos su pura capacidad de aprender (por grande que ��sta sea) que las particulares clases de cosas (y cu��ntas cosas) que debe aprender antes de ser capaz de funcionar como hombre. Consideremos cada uno de estos tres puntos.
La tradicional visi��n de las relaciones entre el progreso biol��gico y el progreso cultural del hombre sosten��a que el primero, el biol��gico, se hab��a completado para todos los fines antes que el segundo, antes de que comenzara el cultural. Es decir, que esta concepci��n era nuevamente estratigr��fica: el ser f��sico del hombre evolucion�� por obra de los habituales mecanismos de variaci��n gen��tica y de selecci��n natural hasta el punto en que su estructura anat��mica lleg�� m��s o menos al estado en que la encontramos hoy, luego se produjo el desarrollo cultural. En alg��n determinado estadio de su historia filogen��tica, un cambio gen��tico marginal de alguna clase lo hizo capaz de producir cultura y de ser su portador, en adelante su respuesta de adaptaci��n a las presiones del ambiente fue casi exclusivamente cultural, antes que gen��tica. Al diseminarse por el globo, el hombre se cubri�� con pieles en los climas fr��os y con telas livianas (o con nada) en los c��lidos; no modific�� su modo innato de responder a la temperatura ambiental. Confeccion�� armas para extender sus heredados poderes predatorios y someti�� a la acci��n del fuego los alimentos para hacer digerible una mayor proporci��n de ��stos. El hombre se hizo hombre, contin��a diciendo la historia, cuando habiendo cruzado alg��n Rubic��n mental lleg�� a ser capaz de transmitir ��conocimientos, creencias, leyes, reglas morales, costumbres�� (para citar los puntos de la definici��n cl��sica de cultura de Sir Edward Tylor) a sus descendientes y a sus vecinos mediante la enseñanza y de adquirirlos de sus antepasados y sus vecinos mediante el aprendizaje. Despu��s de ese momento m��gico, el progreso de los hom��nides dependi�� casi enteramente de la acumulaci��n cultural, del lento crecimiento de las pr��cticas convencionales m��s que del cambio org��nico f��sico, como hab��a ocurrido en las pasadas edades.
El ��nico inconveniente est�� en que un momento semejante no parece haber existido. Seg��n las m��s recientes estimaciones, el paso al modo cultural de vida tard�� en cumplirse varios millones de años en el g��nero homo; y extendido de esta manera el paso comprendi�� no un puñado de cambios gen��ticos marginales sino una larga, compleja y estrechamente ordenada secuencia de cambios.
De conformidad con la opini��n actual, la evoluci��n del homo sapiens -el hombre moderno- comenz�� con su inmediato predecesor pre sapiens en un proceso que se produjo hace aproximadamente cuatro millones de años con la aparici��n de los ahora famosos australopitecos -los llamados hombres monos del Africa meridional y oriental- y que culmin�� con el surgimiento del sapiens mismo, hace solamente doscientos o trescientos mil años. De manera que, por lo menos formas elementales de actividad cultural o protocultural (simple fabricaci��n de herramientas, caza, etc.) parecen haberse registrado entre algunos de los australopitecos, y esto indica que hubo un traslado o superposici��n de un mill��n de años entre el comienzo de la cultura y la aparici��n del hombre tal como lo conocemos hoy. Las fechas precisas -que son tentativas y que la ulterior investigaci��n puede alterar en una direcci��n o en otra- no son importantes; lo que importa aqu�� es que hubo un solapamiento, y que fue muy prolongado. Las fases finales (finales hasta la fecha, en todo caso) de la historia filogen��tica del hombre se verificaron en la misma gran era geol��gica -llamado el per��odo glacial- en que se desarrollaron las fases iniciales de su historia cultural. Los hombres tienen d��as de nacimiento, el Hombre no lo tiene.
Esto significa que la cultura m��s que agregarse, por as�� decirlo, a un animal terminado o virtualmente terminado, fue un elemento constitutivo y un elemento central en la producci��n de ese animal mismo. El lento, constante, casi glacial crecimiento de la cultura a trav��s de la Edad de Hielo alter�� el equilibrio de las presiones selectivas para el homo en evoluci��n de una manera tal que desempeñ�� una parte fundamental en esa evoluci��n. El perfeccionamiento de las herramientas, la adopci��n de la caza organizada y de las pr��cticas de recolecci��n, los comienzos de organizaci��n de la verdadera familia, el descubrimiento del fuego y, lo que es m��s importante aunque resulta todav��a extremadamente dif��cil rastrearlo en todos sus detalles, el hecho de valerse cada vez m��s de sistemas de s��mbolos significativos (lenguaje, arte, mito, ritual) en su orientaci��n, comunicaci��n y dominio de s�� mismo fueron todos factores que crearon al hombre un nuevo ambiente al que se vio obligado a adaptarse. A medida que la cultura se desarrollaba y acumulaba a pasos infinitesimalmente pequeños, ofreci�� una ventaja selectiva a aquellos individuos de la poblaci��n m��s capaces de aprovecharse de ella -el cazador eficiente, el persistente recolector de los frutos de la tierra, el h��bil fabricante de herramientas, el l��der fecundo en recursos- hasta que lo que fuera el protohumano Australopithecus de pequeño cerebro se convirti�� en el homo sapiens plenamente humano y de gran cerebro. Entre las estructuras culturales, el cuerpo y el cerebro, se cre�� un sistema de realimentaci��n positiva en el cual cada parte modelaba el progreso de la otra; un sistema en el cual la interacci��n entre el creciente uso de herramientas, la cambiante anatom��a de la mano y el crecimiento paralelo del pulgar y de la corteza cerebral es s��lo uno de los ejemplos m��s gr��ficos. Al someterse al gobierno de programas simb��licamente mediados para producir artefactos, organizar la vida social o expresar emociones el hombre determin�� sin darse cuenta de ello los estadios culminantes de su propio destino biol��gico. De manera literal, aunque absolutamente inadvertida, el hombre se cre�� a s�� mismo.
Si bien, como ya dije, se produjo una serie de importantes cambios en la anatom��a global del g��nero homo durante este per��odo de su cristalizaci��n -forma craneana, dentici��n, tamaño del pulgar, etc.-, mucho m��s importantes y espectaculares fueron aquellos cambios que evidentemente se produjeron en el sistema nervioso central, pues en ese per��odo el cerebro humano y muy especialmente el cerebro anterior alcanzaron sus grandes proporciones actuales. Aqu�� los problemas t��cnicos son complicados y controvertidos; pero el punto importante es el de que si bien los australopitecos ten��an la configuraci��n del torso y de los brazos no muy diferente de la nuestra y la configuraci��n de la pelvis y de las piernas por lo menos insinuada hacia nuestra forma actual, sus capacidades craneanas eran apenas mayores que las de los monos, es decir, la mitad o una tercera parte de las nuestras. Lo que separa m��s distintamente a los verdaderos hombres de los protohombres es aparentemente, no la forma corporal general, sino la complejidad de la organizaci��n nerviosa. El per��odo de traslado de los cambios culturales y biol��gicos parece haber consistido en una intensa concentraci��n en el desarrollo neural y tal vez en refinamientos asociados de varias clases de conducta (de las manos, de la locomoci��n b��peda, etc.) cuyos fundamentos anat��micos b��sicos (movilidad de los hombros y muñecas, un ilion ensanchado, etc.) ya estaban firmemente asegurados. Todo esto en s�� mismo tal vez no sea extraordinario, pero combinado con lo que he estado diciendo sugiere algunas conclusiones sobre la clase de animal que es el hombre, conclusiones que est��n, seg��n creo, bastante alejadas no s��lo de las del siglo XVIII, sino tambi��n de las de antropolog��a de los ��ltimos diez o quince años.
Lisa y llanamente esa evoluci��n sugiere que no existe una naturaleza humana independiente de la cultura. Los hombres sin cultura no ser��an los h��biles salvajes de Lord of the Flies de Golding, entregados a la cruel sabidur��a de sus instintos animales, ni ser��an aquellos nobles salvajes de la naturaleza imaginados por la Ilustraci��n y ni siquiera, como lo implica la teor��a antropol��gica cl��sica, monos intr��nsecamente talentosos que de alguna manera no lograron encontrarse a s�� mismos. Ser��an monstruosidades poco operantes con muy pocos instintos ��tiles, menos sentimientos reconocibles y ning��n intelecto. Como nuestro sistema nervioso central -y muy especialmente la corteza cerebral, su coronamiento de calamidad y gloria- se desarroll�� en gran parte en interacci��n con la cultura, es incapaz de dirigir nuestra conducta u organizar nuestra experiencia sin la gu��a suministrada por sistemas de s��mbolos significativos. Lo que nos ocurri�� en el per��odo glacial fue que nos vimos obligados a abandonar la regularidad y precisi��n del detallado control gen��tico sobre nuestra cultura para hacernos m��s flexibles y adaptarnos a un control gen��tico m��s generalizado aunque desde luego no menos real. A fin de adquirir la informaci��n adicional necesaria para que pudi��ramos obrar nos vimos obligados a valernos cada vez m��s de fuentes culturales, del acumulado caudal de s��mbolos significativos. De manera que esos s��mbolos no son meras expresiones o instrumentos o elementos correlativos de nuestra existencia biol��gica, psicol��gica y social, sino que son requisitos previos de ella. Sin hombres no hay cultura por cierto, pero igualmente, y esto es m��s significativo, sin cultura no hay hombres.
En suma, somos animales incompletos o inconclusos que nos completamos o terminamos por obra de la cultura, y no por obra de la cultura en general sino por formas en alto grado particulares de ella: la forma dobuana y la forma javanesa, la forma hopi y la forma italiana, la forma de las clases superiores y la de las clases inferiores, la forma acad��mica y la comercial. La gran capacidad de aprender que tiene el hombre, su plasticidad, se ha señalado con frecuencia; pero lo que es a��n m��s importante es el hecho de que dependa de manera extrema de cierta clase de aprendizaje: la adquisici��n de conceptos, la aprehensi��n y aplicaci��n de sistemas espec��ficos de significaci��n simb��lica. Los castores construyen diques, las aves hacen nidos, las abejas almacenan alimento, los mandriles organizan grupos sociales y los ratones se acoplan sobre la base de formas de aprendizaje que descansan predominantemente en instrucciones codificadas en sus genes y evocadas por apropiados esquemas de est��mulos exteriores: llaves f��sicas metidas en cerraduras org��nicas. Pero los hombres construyen diques o refugios, almacenan alimento, organizan sus grupos sociales o encuentran esquemas sexuales guiados por instrucciones codificadas en fluidas cartas y mapas, en el saber de la caza, en sistemas morales y en juicios est��ticos: estructuras conceptuales que modelan talentos informes.
Vivimos, como un autor lo formul�� claramente, en una ��brecha de informaci��n��. Entre lo que nuestro cuerpo nos dice y lo que tenemos que saber para funcionar hay un vac��o que debemos llenar nosotros mismos, y lo llenamos con informaci��n (o desinformaci��n) suministrada por nuestra cultura. La frontera entre lo que est�� innatamente controlado y lo que est�� culturalmente controlado en la conducta humana es una l��nea mal definida y fluctuante. Algunas cosas, en todos sus aspectos y prop��sitos, est��n por entero intr��nsecamente controladas: no necesitamos gu��a cultural alguna para aprender a respirar, as�� como un pez no necesita aprender a nadar. Otras cosas que son casi seguramente culturales: no se nos ocurre explicar sobre una base gen��tica por qu�� algunos hombres conf��an en la planificaci��n centralizada y otros en el libre mercado, aunque intentar explicarlo podr��a ser un ejercicio divertido. Casi toda conducta humana compleja es desde luego producto de la interacci��n de ambas esferas. Nuestra capacidad de hablar es seguramente innata; nuestra capacidad de hablar ingl��s es seguramente cultural. Sonre��r ante est��mulos agradables y fruncir el ceño ante est��mulos desagradables est��n seguramente en alguna medida determinados gen��ticamente (hasta los monos contraen su cara al sentir malsanos olores); pero la sonrisa sard��nica y el ceño burlesco son con seguridad predominantemente culturales, como est�� quiz�� demostrado por la definici��n que dan los naturales de Bali de un loco, el cual es alguien que, lo mismo que un norteamericano, sonr��e cuando no hay nada de qu�� re��r. Entre los planes fundamentales para nuestra vida que establecen nuestros genes -la capacidad de hablar o de sonre��r- y la conducta precisa que en realidad practicamos -hablar ingl��s en cierto tono de voz, sonre��r enigm��ticamente en una delicada situaci��n social- se extiende a una compleja serie de s��mbolos significativos con cuya direcci��n transformamos lo primero en lo segundo, los planes fundamentales en actividad.
Nuestras ideas, nuestros valores, nuestros actos y hasta nuestras emociones son, lo mismo que nuestro propio sistema nervioso, productos culturales, productos elaborados partiendo ciertamente de nuestras tendencias, facultades y disposiciones con que nacimos, pero ello no obstante productos elaborados. Chartres est�� hecha de piedra y vidrio, pero no es solamente piedra y vidrio; es una catedral y no s��lo una catedral, sino una catedral particular construida en un tiempo particular y por ciertos miembros de una particular sociedad. Para comprender lo que Chartres significa, para percibir lo que ella es, se impone conocer bastante m��s que las propiedades gen��ricas de la piedra y el vidrio y bastante m��s de lo que es com��n a todas las catedrales. Es necesario comprender tambi��n -y, a mi juicio, esto es lo m��s importante- los conceptos espec��ficos sobre las relaciones entre Dios, el hombre y la arquitectura que rigieron la creaci��n de esa catedral. Y con los hombres ocurre lo mismo: desde el primero al ��ltimo tambi��n ellos son artefactos culturales.
IV
Cualesquiera que sean las diferencias que presenten las maneras de encarar la definici��n de la naturaleza humana adoptadas por la ilustraci��n y por la antropolog��a cl��sica, ambas tienen algo en com��n: son b��sicamente tipol��gicas. Se empeñan en construir una imagen del hombre como un modelo, como un arquetipo, como una idea plat��nica o como una forma aristot��lica en relaci��n con los cuales los hombres reales -usted, yo, Churchill, Hitler y el cazador de cabezas de Borneo- no son sino reflejos, deformaciones, aproximaciones. En el caso de la Ilustraci��n, los elementos de ese tipo esencial deb��an descubrirse despojando a los hombres reales de los aderezos de la cultura; lo que quedaba era el hombre natural. En la antropolog��a cl��sica el arquetipo se revelar��a al discernir los caracteres comunes en la cultura y entonces aparecer��a el hombre del consenso. En ambos casos, el resultado es el mismo que el que suele surgir de todos los enfoques tipol��gicos de los problemas cient��ficos en general. Las diferencias entre los individuos y entre los grupos de individuos se vuelven secundarias. la individualidad llega a concebirse como una excentricidad, el car��cter distintivo como una desviaci��n accidental del ��nico objeto leg��timo de estudio que es la verdadera ciencia: el tipo inmutable, subyacente, normativo. En semejantes enfoques, por bien formulados que est��n y por grande que sea la habilidad con que se los defienda, los detalles vivos quedan ahogados por el estereotipo muerto: aqu�� nos hallamos en busca de una entidad metaf��sica. El Hombre con H may��scula es aquello a lo que sacrificamos la entidad emp��rica que en verdad encontramos, el hombre con min��scula.
Sin embargo, este sacrificio es tan innecesario como inefectivo. No hay ninguna oposici��n entre la comprensi��n te��rica general y la concepci��n circunstanciada, entre la visi��n sin��ptica y la fina visi��n de los detalles. Y, en realidad, el poder de formular proposiciones generales partiendo de fen��menos particulares es lo que permite juzgar una teor��a cient��fica y hasta la ciencia misma. Si deseamos descubrir lo que es el hombre, s��lo podremos encontrarlo en lo que son los hombres: y los hombre son, ante todo, muy variados. Comprendiendo ese car��cter variado -su alcance, su naturaleza, su base y sus implicaciones- podremos llegar a elaborar un concepto de la naturaleza humana que, m��s que una sombra estad��stica y menos que un sueño primitivista, contenga tanto sustancia como verdad.
Y es aqu��, para llegar por fin al t��tulo de este trabajo, donde el concepto de cultura tiene un impacto sobre el concepto de hombre. Cuando se la concibe como una serie de dispositivos simb��licos para controlar la conducta, como una serie de fuentes extrasom��ticas de informaci��n, la cultura suministra el v��nculo entre lo que los hombres son intr��nsecamente capaces de llegar a ser y lo que realmente llegan a ser uno por uno. Llegar a ser humano es llegar a ser un individuo y llegamos a ser individuos guiados por esquemas culturales, por sistemas de significaci��n hist��ricamente creados en virtud de los cuales formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas. Y los esquemas culturales son no generales sino espec��ficos, no se trata del ��matrimonio�� sino que se trata de una serie particular de nociones acerca de lo que son los hombres y las mujeres, acerca de c��mo deber��an tratarse los esposos o acerca de con qui��n corresponder��a propiamente casarse; no se trata de la ��religi��n�� sino que se trata de la creencia en la rueda del karma, de observar un mes de ayuno, de la pr��ctica del sacrificio de ganado vacuno. El hombre no puede ser definido solamente como por sus aptitudes innatas, como pretend��a hacerlo la Ilustraci��n, ni solamente por sus modos de conducta efectivos, como tratan de hacerlo en buena parte las ciencias sociales contempor��neas, sino que ha de definirse por el v��nculo entre ambas esferas, por la manera en que la primera se transforma en la segunda, por la manera en que las potencialidades gen��ricas del hombre se concentran en sus acciones espec��ficas. En la trayectoria del hombre, en su curso caracter��stico, es donde podemos discernir, aunque tenuemente, su naturaleza; y si bien la cultura es solamente un elemento que determina ese curso, en modo alguno es el menos importante. As�� como la cultura nos form�� para constituir una especie -y sin duda contin��a form��ndonos-, as�� tambi��n la cultura nos da forma como individuos separados. Eso es lo que realmente tenemos en com��n, no un modo de ser subcultural inmutable ni un establecido consenso cultural.
Por modo extraño -aunque pens��ndolo bien quiz�� no sea tan extraño-, muchos de nuestros sujetos estudiados parecen comprender esto con mayor claridad que nosotros mismos, los antrop��logos. En Java, por ejemplo, donde desarroll�� buena parte de mi trabajo, la gente dice llanamente: ��Ser humano es ser javan��s��. Los niños pequeños, los palurdos, los r��sticos, los insanos, los flagrantemente inmorales son considerados adurung djawa, ��a��n no javaneses��. Un adulto ��normal��, capaz de obrar de conformidad con un sistema de etiqueta en alto grado elaborado, que posee delicado sentido est��tico en relaci��n con la m��sica, la danza, el drama y los diseños textiles, que responde a las sutiles solicitaciones de lo divino que mora en la calma de la conciencia de cada individuo vuelta hacia adentro, es sampundjawa, ��ya javan��s��, es decir, ya humano. Ser humano no es s��lo respirar, es controlar la propia respiraci��n mediante t��cnicas an��logas a las del yoga, as�� como o��r en la inhalaci��n y en la exhalaci��n la voz de Dios que pronuncia su propio nombre: ��hu Allah��. Ser humano no es s��lo hablar, sino que es proferir las adecuadas palabras y frases en las apropiadas situaciones sociales, en el apropiado tono de voz y con la apropiada oblicuidad evasiva. Ser humano no es solamente comer; es preferir ciertos alimentos guisados de ciertas maneras y seguir una r��gida etiqueta de mesa al consumirlos. Y ni siquiera se trata tan s��lo de sentir, sino que hay que sentir ciertas emociones distintivamente javanesas (y esencialmente intraducibles) como la paciencia, el desapego, la resignaci��n, el respeto.
De manera que aqu�� ser humano no es ser cualquiera; es ser una clase particular de hombre y, por supuesto, los hombres difieren entre s��, por eso los javaneses dicen: ��Otros campos, otros saltamontes��. En el seno de una sociedad se reconocen tambi��n diferencias: la manera en que un campesino cultivador de arroz se hace humano y javan��s es diferente de la manera en que llega a serlo un funcionario civil. Esta no es una cuesti��n de tolerancia ni de relativismo ��tico, pues no todos los modos de ser del hombre son considerados igualmente admirables; por ejemplo, es intensamente menospreciado el modo de ser de los chinos que all�� viven. Lo importante es que hay diferentes modos de ser, y para volver a nuestra perspectiva antropol��gica digamos que podremos establecer lo que sea un hombre o lo que puede ser un hombre haciendo una reseña y un an��lisis sistem��tico de esos modos de ser: la bravura de los indios de la llanura, el car��cter obsesivo del hind��, el racionalismo del franc��s, el anarquismo del ber��ber, el optimismo del norteamericano (para enumerar una serie de rasgos que no quisiera yo tener que defender como tales).
En suma, debemos descender a los detalles, pasar por alto equ��vocos r��tulos, hacer a un lado los tipos metaf��sicos y las vacuas similitudes para captar firmemente el car��cter esencial de, no s��lo las diversas culturas, sino las diversas clases de individuos que viven en el seno de cada cultura, si pretendemos encontrar la humanidad cara a cara. En este ��mbito, el camino que conduce a lo general, a las simplicidades reveladoras de la ciencia pasa a trav��s del inter��s por lo particular, por lo circunstanciado, por lo concreto, pero aqu�� se trata de un inter��s organizado y dirigido atendiendo a la clase de an��lisis te��ricos a los que me he referido -an��lisis de la evoluci��n f��sica, del funcionamiento del sistema nervioso, de la organizaci��n social, de los procesos psicol��gicos, de los esquemas culturales- y muy especialmente atendiendo a su interacci��n rec��proca. Esto significa que el camino pasa, como ocurre en toda genuina indagaci��n, a trav��s de una espantosa complejidad.
��Dejadlo tranquilo por un momento��, escribi�� Robert Lowell, refiri��ndose no al antrop��logo como podr��a uno suponer, sino a ese otro indagador exc��ntrico de la naturaleza del hombre, Nathaniel Hawthorne:
Dejadlo tranquilo por un momento
Y entonces lo ver��is con su cabeza
Inclinada, cavilando y cavilando,
Con los ojos fijos en alguna brizna de hierba,
En alguna piedra, en alguna planta,
En la cosa m��s com��n del mundo,
Como si all�� estuviera la clave.
Y luego se alzan los alterados ojos,
Furtivos, frustrados, insatisfechos
De la meditaci��n sobre lo verdadero
Y lo insignificante. (8)
Inclinado sobre sus
propias briznas, piedras y plantas, el antrop��logo tambi��n cavila
sobre lo verdadero y lo insignificante, vislumbrando, o por lo menos
as�� lo cree, fugaz e inseguramente, la alterada, cambiante, imagen
de s�� mismo.
LLAMADAS
(1) A.O. Lovejoy, Essays in the History of Ideas (Nueva York, 1960), p��g. 173.
(2) Ib��d., p��g. 80
(3) ��Preface to Shakespeare��, Johnson on Shakespeare (Londres, 1931), p��gs. 11-12.
(4) Del Prefacio de Iphig��nie.
(5) A.L. Kroeber, ed., Anthropology Today (Chicago, 1953), p��g. 516.
(6) C. Kluckhohn, Culture and Behaviour (Nueva York, 1962), p��g. 280.
(7) M.J. Herskovits, Cultural Anthropology (Nueva York, 1955), p��g. 364.
(8) Reimpreso con
permiso de Farrar, Straus & Giroux, Inc., y Faber & Faber de
��Hawthorne��, en For the Union Dead, p��g. 39, Copyright (1954)
de Robert Lowell.
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