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La vida de oración y la contemplación Prof. Manuel Belda Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma). Parte I: Visión histórica II. La


 

La vida de oración y la contemplación

Prof. Manuel Belda

Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma).

Parte I: Visión histórica

II. La oración en la tradición patrística

      1. El tratado de Orígenes sobre la oración cristiana

      A. Composición y estructura del tratado

      Orígenes nace en el 185 en Alejandría y muere alrededor del 253-254 en Tiro. Escribió este tratado en Cesarea de Palestina, entre el 233 y 234. Se trata por tanto de una obra de madurez, que le permite formular una doctrina elaborada sobre la oración, siempre presente en sus homilías y comentarios exegéticos. Orígenes tituló este tratado Perì euchès (en latín: De oratione; en castellano: Sobre la oración).

      El género literario del escrito es la catequesis mistagógica o formación catequética de los neófitos. Con él, Orígenes quiere enseñar a rezar a los que ya son cristianos. El tratado tiene, por tanto, un carácter práctico, cercano a la vida diaria, y da respuesta a algunas objeciones. Como escribe Hamman: «Las anotaciones teológicas que aparecen como digresiones sólo pueden esclarecerse y adquirir toda su significado a la luz de los otros escritos origenianos, que las sitúan en su lugar geométrico»1.

      Orígenes escribe este tratado a petición de sus discípulos Ambrosio y Taciana (no se sabe si es su mujer o su hermana). Al primero lo había convertido del gnosticismo valentiniano a la verdadera fe, y desde entonces fue siempre un gran bienhechor suyo, pues le pagaba los taquígrafos y los copistas (era lo que hoy se llama un «mecenas»). Entre otras cosas, en esta obra Orígenes responde a las objeciones de Ambrosio sobre la eficacia de la oración. Termina el libro diciendo a Ambrosio y Taciana que desea escribir otro tratado sobre la oración más amplio y profundo que éste. Este deseo nunca pudo ser realizado.

      Quasten considera que tratado sobre la oración es «una verdadera joya entre las obras de Orígenes» y «el estudio científico más antiguo que poseemos sobre la oración cristiana»2. La estructura del tratado es la siguiente:

      — Preámbulo y presentación a los destinatarios (cc. 1-2).

      — Se divide temáticamente en tres partes: A) Caps. 3-17, donde estudia la oración, en general, examina las objeciones a su eficacia y explica como se ha de rezar; B) Caps. 18-30: Explicación del Padre Nuestro; C) Caps. 31-33: Apéndice en forma de conclusión donde vuelve a tratar de algunas de las condiciones de la oración.

      B. Análisis del tratado

      Estudiaremos sólo el contenido de la primera y tercera parte.

      a) La oración, en general

     El maestro alejandrino dedica una parte considerable de su libro a exponer cómo se debe rezar, en general (caps. 3-17).

      Las ideas más importantes de esta primera parte son tres: i) La eficacia y utilidad de la oración; ii) El ritmo de la oración; iii) Las formas de la oración.

      i) La eficacia y utilidad de la oración

      Aquí Orígenes responde a las objeciones de Ambrosio sobre la utilidad de la oración3, que se pueden reducir a dos: a) La oración es inútil a causa de la presciencia de Dios, que conoce el porvenir: por tanto él ya conoce nuestras necesidades y no es necesario manifestárselas; 2) es vana, en segundo lugar, a causa de la predestinación divina, cuyos decretos son inmutables. Nuestras oraciones, por tanto, no pueden cambiar los designios eternos e inmutables de Dios: si estamos entre los elegidos no necesitamos rezar, y si no lo estamos, rezar no sirve para nada.

      La respuesta de Orígenes distingue los seres que tienen su movimiento desde fuera y los que son movidos por una naturaleza interior. En los seres razonables este movimiento es interno y libre, constituyendo el libre albedrío. Dios ha dispuesto el mundo en función de este libre albedrío y lo ha previsto en la armonía del universo. Su previsión no impide el libre funcionamiento de nuestros actos. De donde se sigue que Dios previó e incluyó en el orden del conjunto la oración inspirada por disposiciones de fe. Éstas son sus palabras:

    «Si todo cuanto depende de nuestra libertad lo tiene Dios conocido y previsto, lógico es que su Providencia disponga lo que conviene a la dignidad de cada cual; y que, conociendo de antemano lo que una persona irá a pedir, y las disposiciones, creencias y deseos de esa misma persona, lo ensamble todo dentro del orden general de su Providencia. Y de este modo dirá: a éste que ora con asiduidad, por esa misma oración que hace, lo escucharé; mas a este otro no lo atenderé o porque será indigno de ser oído, o porque pedirá cosas que ni a él le conviene recibir ni va bien con mi Naturaleza el otorgarlas. E incluso a un mismo individuo lo atenderé por esta oración, mas por esta otra no»4.

      Estos argumentos serán utilizados posteriormente por todos los autores que han tratado sobre la eficacia de la oración, por ejemplo, Santo Tomás de Aquino5.

      Descartadas las objeciones, Orígenes explica las ventajas de la oración. El simple hecho de ponerse en presencia de Dios para orar ya es por sí solo beneficioso para el cristiano:

    «Pues en la hipótesis de que no recibiese otra utilidad quien así dispusiera su mente para la oración, no se ha de considerar pequeño fruto el hecho mismo de haber adoptado durante el tiempo de la oración una actitud tan piadosa. Y si esto se repite con frecuencia, ya saben los que se dedican con asiduidad a la oración, cómo aparta del pecado y cómo invita al ejercicio de las virtudes. Pues si el recordar la figura de una varón sensato y prudente provoca en nosotros el deseo de emularlo, y frecuentemente refrena los impulsos de nuestra concupiscencia, ¿cuánto más el recuerdo de Dios, Padre universal, a lo largo de la oración, no ayudará a los que se persuaden a sí mismos de que están en la presencia de Dios y hablan con Dios que les escucha?»6.

      Orígenes otorga mucha importancia a la preparación de la oración como condición para realizarla con aprovechamiento. En otro lugar del tratado vuelve a insistir en la necesidad del recogimiento interior como preparación necesaria para la oración:

    «Si el que va a la oración se recoge un instante y se compone a sí mismo se hallará más dispuesto y atento a lo largo de toda la oración. Igualmente si lanza fuera todas las angustias de su alma y los pensamientos perturbadores y se esfuerza con todo interés en recordar la majestad de Aquel a quien se va a acercar y qué impío es presentarse a Él con laxitud, abandono y casi desprecio»7.

      Orígenes considera el perdón de las ofensas como una preparación necesaria para orar bien:

    «Conviene que el que ora eleve sus manos puras, perdonando a todos las injurias recibidas y arrojando de su ánimo toda perturbación, de suerte que no esté airado contra nadie»8.

      En última instancia, la eficacia de la oración se funda en la presencia de Cristo, sumo sacerdote de nuestras ofrendas y nuestro abogado ante el Padre.

    «Él ora por los que oran y suplica por los que suplican; pero no intercederá por quienes no ruegan asiduamente a través de él, ni defenderá como cosa propia delante de Dios a los que no pongan en práctica su enseñanza de que es necesario orar siempre sin desfallecer»9.

      La seguridad del orante estriba en esta presencia eficaz de Cristo, que cumple sus promesas:

    «Y de los que confían en las veracísimas palabras de Cristo ¿quién no arderá en deseos de orar sin desmayo, ante su invitación “Pedid y se os dará, pues todo el que pide recibe”? (Lc 11, 9-10)?»10.

      ii) El ritmo de la oración

      ¿Cuándo se debe rezar? Orígenes enseña que el cristiano, además de rezar por lo menos en tres momentos fijos del día, por la mañana, a mediodía y por la tarde, debe rezar siempre. En efecto, después de citar las palabras de San Pablo: «Orad sin cesar» (1 Ts 5, 17), explica que la oración continua del cristiano debe realizarse integrando las obras en la oración. Éstas son sus palabras:

    «Y como los actos de virtud y el cumplimiento de los preceptos vienen a ser parte de la oración, resulta que ora sin cesar el que a las obras debidas une la oración y a la oración une las obras convenientes; pues la recomendación “orad sin cesar” la podemos considerar como un precepto realizable únicamente si pudiéramos decir que toda la vida de un santo es una gran oración continuada. Una parte de esta gran oración continuada sería lo que suele llamarse propiamente oración»11.

      Como se puede observar, Orígenes considera que lo que se suele denominar oración, es decir, una elevación de la mente hacia Dios en forma de alabanza, de acción de gracias o de petición, no puede constituir una oración continua, porque son momentos concretos en los que no se puede hacer otra cosa más que realizar esa acción concreta. La solución que da Orígenes es — permítasenos el juego de palabras— «original». Lo que hace es ampliar notablemente el concepto de oración, de tal forma que todas las acciones, es decir, toda la vida del «santo», del cristiano perfecto, constituye una sola oración. Pero no son oración las acciones de cualquier persona, sino solo las de los fieles que han alcanzado un alto grado de desarrollo en su vida interior, lo que posteriormente podríamos llamar cristianos contemplativos. Sin embargo, Orígenes no se detiene a explicar con más detalle la manera en que dichos cristianos convierten toda su vida en una oración continua.

      iii) Las formas de la oración

      Siguiendo a San Pablo (cfr. 1 Tm 2, 1), Orígenes distingue cuatro formas de oración: la petición (déêsis), la adoración (proseuché), la súplica (énteuxis) y la acción de gracias (eucharistía). Define las cuatro formas y a continuación ofrece ejemplos bíblicos de cada una de ellas. esta. Empieza por definir la petición:

    «Petición son las preces elevadas por alguien, en plan de súplica, para conseguir lo que necesita»12.

      La petición constituye el primer grado de la oración. Orígenes insiste en que se han de pedir los verdaderos bienes, los bienes «grandes» y «celestiales»:

    «Vosotros, que queréis ser espirituales, pedid en la oración cosas celestiales, para que, una vez obtenidas, como celestiales, seáis herederos del reino de los cielos y (…) disfrutéis de los mayores bienes. Pues los terrenos y pequeños, que precisáis por exigencias de vuestro cuerpo, el Padre os los concederá a medida que los necesitéis»13.

      La adoración es definida como el acto «por el que uno se dirige a Dios con ánimo de alabarle»14.

      La súplica es una petición más confiada: «una petición hecha a Dios por quien tiene una cierta mayor confianza (parresía15.

      Finalmente, define así la acción de gracias: «Es el reconocimiento, unido a las oraciones, de los favores obtenidos de Dios»16. Más adelante dirá que en esta oración se debe dar gracias «por los beneficios comunes a todos y después por los que cada uno particularmente ha obtenido de Dios»17.

      b) Las condiciones de la oración

      Los capítulos finales del tratado (31-33) se pueden considerar complementarios de la primera parte, porque aquí se insiste en cómo se debe orar, y se añaden algunas explicaciones sobre gestos, posturas, orientación, en definitiva sobre lo que se denomina «condiciones de la oración».

      i) La postura del orante

      La postura normal es estar en pie con los brazos levantados en la actitud de los orantes representados en las catacumbas. Según Orígenes, esta postura es la preferible a todas las demás:

    «Siendo innumerables las posiciones del cuerpo, la postura de manos extendidas y ojos alzados ha de preferirse por reflejar así la misma disposición corporal una imagen de las disposiciones interiores que son convenientes al alma en la oración»18.

      Esta postura expresa sobre todo el deseo del cielo, y también representa los brazos levantados de Cristo en la Cruz. Con gran sentido de la realidad, Orígenes indica que las circunstancias de enfermedad o trabajo pueden imponer otra cosa:

    «Y decimos que ésta es la postura que se ha de guardar, si no hay alguna circunstancia que lo impida. Pues en circunstancias determinadas es lícito alguna vez orar sentado, por ejemplo, en caso de enfermedad considerable de los pies; e incluso tendido, por las fiebres o enfermedades parecidas. Y por la misma causa, si por ejemplo, vamos navegando, o los negocios no nos dejan retirarnos a hacer oración con las debidas condiciones, es lícito orar sin cumplir estos requisitos»19.

      Orígenes recomienda la oración de rodillas cuando se pide perdón por los pecados como signo de penitencia, y también en señal de adoración:

    «La postura de rodillas es necesaria cuando uno se va a acusar de sus propios pecados ante Dios, suplicándole verse curado de ellos; es esta postura el símbolo de una actitud humilde y sumisa, como dice San Pablo: “Por esto yo doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra” (Ef 3, 14-15). Y creo que se refiere el Apóstol a la genuflexión espiritual, así llamada por cuanto todo lo existente adora a Dios en el nombre de Jesús, sometiéndose rendidamente a Él, cuando dice: “Para que al nombre de Jesús doble rodilla cuanto hay en los cielos y en la tierra y en los abismos” (Flp 2, 10)»20.

      ii) El lugar de la oración

      Orígenes afirma que se puede orar en cualquier sitio:

    «En cuanto al lugar hay que saber que todo lugar es apto para que haga oración quien bien ora: “Ofreced en todo lugar a mi nombre un sacrificio humeante, dice el Señor” (Mal 1, 11) y “Quiero que los hombres oren en todo lugar” (1 Tm 2, 8)»21.

      No obstante, recomienda buscar un lugar tranquilo para rezar:

    «Para practicar las devociones con más tranquilidad y menos expuestos a distracción se puede, si es factible, elegir en las casas particulares un determinado lugar a ello destinado, un recinto por así decir más santo, y allí hacer la oración»22.

      Según Hamman, «aquí tenemos la prueba de que existían en tiempo de Orígenes oratorios en las casas privadas de los cristianos. Los lectores de Orígenes parece que tenían cierto standing»23.

      El lugar de oración es especial, en virtud de la Comunión de los Santos:

    «Tiene una grata utilidad el lugar en que se reúnen los fieles para la oración; porque es creíble que las potestades angélicas asistan a las asambleas de los fieles, y la virtud del mismo Señor y Salvador nuestro, e incluso, creo yo, el espíritu de los santos ya difuntos; pues el espíritu de los santos vivos es claro que está presente, aunque no es fácil explicar el modo de esta presencia»24.

      iii) La orientación de la oración

      Orígenes recomienda rezar mirando hacia el oriente. La significación simbólica de esta orientación es Cristo, sol del nuevo universo que es la Iglesia:

    «¿Quién no confesará que el Oriente nos indica con claridad que hemos de orar dirigidos simbólicamente hacia allá, como si el alma mirara al nacimiento de la verdadera luz? Y si alguno, orientadas las puertas de su casa en otra dirección, prefiere hacer sus oraciones hacia donde da la fachada de su casa y dice que teniendo a la vista el cielo esto le inspira más que mirar hacia la pared cuando la puerta de la misma casa no está orientada al Este, hay que responderle que la orientación de los edificios en un sentido o en otro depende de la disposición del hombre, mas por naturaleza el Oriente aventaja a los demás puntos cardinales; y por eso lo que es por naturaleza se ha de anteponer a lo que se debe a la libre disposición humana»25.

     2. Doctrina de San Agustín sobre la oración en la carta 130 a Proba

      La carta de San Agustín a la viuda Proba se puede considerar un tratado breve sobre la oración, aun cuando responde a exigencias específicas, es decir, versa solamente sobre la oración de petición26.

      Aunque no tiene un título propio, esta carta podría denominarse De orando Deo, tomando pie de palabras de San Agustín al inicio de la misma:

    «Recuerdo que me pediste, y yo te lo prometí, que escribiera algo para ti acerca de la oración (ut te de orando Deo ad te aliquid scriberem). Ahora que ese Dios a quien oramos me concede el tiempo y la posibilidad, me ha parecido oportuno pagar ya mi deuda y ponerme al servicio de tu piadoso deseo en la caridad de Cristo» (I,1).

      La carta, escrita hacia el 411 o poco después, va dirigida a Anicia Faltonia Proba, viuda de Sesto Anicio Petronio Probo, cónsul en el año 371 junto con el emperador Graciano. Era, por tanto, una viuda de altísima nobleza y muy rica. Después de la muerte de su marido, hacia el 410, Proba se había refugiado en África para huir a la devastación de Roma, causada por Alarico, rey de los Godos (410).

      La carta está dividida en 16 capítulos y 31 párrafos. El esquema es el siguiente: 1) Saludo a Proba e introducción (1-2); 2) Cómo disponerse a la oración (3-8); 3) Qué pedir en la oración (9-14); 4) Modo de orar (15-24); 5) Solución a la pregunta hecha por Proba (25-28); 6) Conclusión: aplicaciones personales para Proba y su familia (29-31).

      A. Saludo a Proba e introducción (1-2)

      Al comienzo, San Agustín habla del motivo por el cual le había escrito esta carta, es decir, porque Proba le había pedido una explicación sobre el modo de orar, como hemos visto en el texto agustiniano recién citado. Más adelante vuelve sobre la misma idea y explica con más detalle la consulta que le hizo Proba:

    «Ahora oye lo que has de orar (quid ores), objeto principal de tu consulta, pues te impresiona lo que dice el Apóstol: No sabemos lo que hemos de pedir, como conviene (Rm 8, 26). Temes que pueda causarte mayor perjuicio el orar como no conviene que el no orar» (IV, 9).

      San Agustín añade que Proba ha hecho esta pregunta inspirada por Dios:

    «Pues aquel para quien es fácil hacer entrar a un rico en el Reino de los Cielos te inspiró esa piadosa solicitud, sobre la cual te decidiste a preguntarme cómo has de orar» (I, 2).

      B. Cómo disponerse a la oración (3-8)

      Según San Agustín, dos son las disposiciones necesarias para orar bien: a) El sentimiento de desolación; b) el desprendimiento efectivo de las cosas de este mundo.

      a) Por lo que respecta a la primera, San Agustín se basa en las palabras de San Pablo: «Hay viudas que lo son realmente, porque se han quedado solas y tienen puesta su confianza en Dios, consagrando sus días y sus noches a la súplica y a la oración» (1Tim 5, 5). Sin embargo, Proba es rica, no parece entonces que se pueda llamar desolada. En cambio, San Agustín dice a Proba que debe considerarse desolada, ya que las riquezas y los bienes terrenos no producen la verdadera felicidad:

    «Por el amor a la vida verdadera debes, pues, considerarte desolada en el mundo, cualquiera que sea la felicidad que te envuelva. Como es verdadera aquella vida (en cuya comparación ésta que tanto se ama, por muy alegre y larga que sea, no merece el nombre de vida) es también verdadero el consuelo que el Señor promete por el profeta, diciendo: “Les daré un consuelo verdadero, paz sobre paz” (Is 57, 18-19). Sin ese consuelo, en todos los otros consuelos más se encuentra desolación que consolación» (II, 3).

      El único verdadero consuelo es la vida eterna:

    «Entonces habrá verdadera vida tras la muerte, y verdadero consuelo tras la desolación. Aquella vida eximirá a nuestra alma de la muerte, y aquel consuelo librará nuestros ojos de las lágrimas» (II, 5).

      Por ello, precisamente porque no ha alcanzado aún la vida eterna, Proba debe considerarse desolada:

    «Te invito a que te sientas desolada en medio de todos los que permanecen contigo en esta vida y te atienden, porque todavías non has alcanzado aquella vida en la que se da el verdadero y cierto consuelo» (II, 6).

      De hecho, solamente si Proba se considera desolada podrá orar de noche y de día, como dice San Pablo:

    «Acuérdate de que estás desolada, para que persistas día y noche en las oraciones. Porque el Apóstol no encarga ese deber a cualquier viuda, sino que dice: La que es verdadera viuda y desolada, ha puesto su esperanza en el Señor y persiste en las oraciones día y noche (1 Tm 5, 5)» (III, 7).

      Más adelante, San Agustín dice que para rezar bien, cualquier persona debe adoptar este estado de íntima desolación que sería como una viudez espiritual, es decir, necesita orar con el espíritu con que oran las viudas desoladas:

    «El alma que en este mundo se siente desamparada y desolada, mientras peregrina lejos del Señor, manifiesta con su perseverante y fervorosa súplica una cierta viudez delante de Dios, su defensor» (XVI, 30).

     b) Respecto a la segunda disposición necesaria para orar bien, es decir, el desprendimiento efectivo de las cosas de este mundo, San Agustín pone en guardia a Proba ante el peligro de las comodidades y cita a San Pablo: La que es realmente viuda y se ha quedado sola tiene puesta la esperanza en Dios y persevera día y noche con plegarias y oraciones. Pero la que se abandona a los deleites, aunque viva, está muerta (1 Tm 5, 5-6). San Agustín es muy exigente sobre este punto. Proba es rica y debe usar estas riquezas, pero no debe apegarse a ellas:

    «Si la viuda vive en esos placeres, esto es, si habita en ellos y se apega a ellos por el goce del corazón, viviendo está  muerta (…). Si nadas en placeres, toca a tu preocupación de viuda el no apegar el corazón, para que no se corrompa y muera entre ellos ese corazón, que debe estar en alto para vivir» (III, 8).

      C. Qué pedir en la oración (9-14)

      San Agustín enseña que el objeto de la oración es la vida bienaventurada:

    «Pide la vida bienaventurada (beatam vitam). Todos los hombres quieren poseerla, pues aun los que viven pésima y perdidamente no vivirían de ese modo si no creyesen que así son al menos felices. ¿Qué otra cosa hay que pedir, pues, sino lo que buscan los buenos y los malos, pero a lo cual no llegan sino los buenos?» (IV, 9).

      Se puede pedir la riqueza y el poder, pero únicamente para ayudar a los que viven bajo nuestra responsabilidad. De los bienes terrenos, es conveniente pedir sólo lo que basta para la vida. Si, en cambio, uno desea algo distinto, no desea sólo las cosas necesarias y, por consiguiente, ya no desea como se debe. Pero todo lo que se pide debe hacer referencia siempre al objeto de la oración, la vida bienaventurada o felicidad eterna:

    «Todas las cosas que pueden desearse útil y convenientemente han de ser referidas a aquella única vida en la que se vive con Dios y de Dios» (VII, 14).

  D. Modo de orar (15-24).

      San Agustín enseña que en la oración no sirven demasiadas palabras:

    «Para alcanzar esa vida bienaventurada nos enseñó a orar la misma y auténtica Vida: pero no con largo hablar, como si se nos escuchase mejor cuanto más habladores seamos, ya que, como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos» (VIII, 15).

      Sin embargo, hemos de pedir con insistencia:

    «No cabe duda de que quien sabe dar buenos dones a sus hijos nos obliga a pedir, buscar y llamar. Lo hace, aunque sabe lo que necesitamos antes de pedírselo. Esto puede causar extrañeza, si no entendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le mostremos nuestra voluntad, pues no puede desconocerla; pretende ejercitar con la oración nuestros deseos, y así prepara la capacidad para recibir lo que nos ha de dar. Su don es muy grande  y nosotros somos menguados y estrechos para recibirlo» (VIII, 16-17).

      Se debe llegar, incluso, a orar ininterrumpidamente:

    «Por eso lo que dijo el Apóstol: Orad sin interrupción (1Ts 5, 17), ¿qué significa sino “desead sin interrupción” la vida bienaventurada, que es la eterna, y que os ha de venir del favor del único que os la puede dar? Deseémosla, pues, siempre de parte de nuestro Señor y oremos siempre» (X, 18).

      Debemos pedir las cosas contenidas en el Padre Nuestro, la oración del Señor, porque aquí se encuentra compendiada cualquier otra oración posible:

    «Todas las demás palabras que digamos, ya las que formula al comienzo el afecto del que ora, para hacerse manifiesto, ya las que considera luego para que crezca, no dicen otra cosa sino lo que se contiene en la oración dominical, si es que rezamos bien y apropiadamente (…). Y si vas discurriendo por todas las palabras de las santas súplicas, nada hallarás, según creo, que no esté contenido y encerrado en la oración del Señor» (XII, 22).

      E. Solución a la pregunta de Proba (25-28)

      No sabemos exactamente qué pedir en las oraciones. San Agustín dice que esto se refiere especialmente a los sufrimientos:

    «Como nosotros no vemos el provecho, deseamos vernos libres de toda tribulación (…). En estas tribulaciones, pueden ocasionarnos tanto utilidad como ruina no sabemos lo que hemos de pedir como conviene (Rm 8, 26)» (XIV, 25-26).

      El único verdadero bien que hay que pedir, sin peligro de equivocarse, es la vida bienaventurada:

    «Quien pida al Señor aquella única cosa mencionada y la busque, pide con certidumbre y seguridad; no teme que haya obstáculo para recibir, pues sin ella de nada le aprovecha cualquiera otra cosa que reciba como conviene. Ella es la única y sola vida bienaventurada (una vera et sola beata vita): contemplar el deleite del Señor para siempre, dotados de la inmortalidad e incorruptibilidad del cuerpo y de espíritu. Por sola ella se piden, y se piden convenientemente, las demás cosas. Quien ésta tuviere, tiene cuanto quiere» (XIV, 27).

      F. Conclusión (29-31)

      San Agustín aconseja a Proba orar como corresponde a una viuda cristiana:

    «Considerando todo esto y cualquiera otra cosa que el Señor te sugiera y a mí no se me ocurra (…), esfuérzate para vencer al mundo en la oración. Ora con esperanza, ora con fe y amor; ora con perseverancia y paciencia, ora como corresponde a una viuda que pertenece a Cristo» (XVI, 29).

      Orar es tarea de todos los fieles, pero las viudas cristianas deben dedicarse más diligentemente a la oración:

    «En la Escritura se halla asociada de una modo especial a las viudas la preocupación más diligente por orar (…). Más que nadie deben las viudas entregarse a la oración. Eso se colige ya al ver que, para animarnos a todos al afán de orar, se nos presenta [en la Escritura] el ejemplo de ellas como una exhortación» (Ibidem).

      Casi al final de la carta, San Agustín recuerda de modo sintético las disposiciones para orar bien:

    «Ora tú como viuda que pertenece a Cristo que todavía no gozas de la presencia de aquel cuyo auxilio suplicas. Y, aunque seas riquísima, ora como pobre. Porque todavía no posees las auténticas riquezas del siglo futuro, en donde ya no tendrás que temer daño alguno. Aunque tengas hijos y nietos y una numerosa familia, ora como desamparada. Es incierto todo lo temporal, aunque para nuestra consolación se conserve hasta el fin de la vida presente. Si es que buscas y saboreas las cosas de arriba, deseas las eternas y seguras, pues todavía no las tienes, debes considerarte desolada, aunque conserves todos tus bienes» (XVI, 30). 

    Reflexiones pedagógicas

     Lea la pregunta, encuentre la respuesta y transcríbala o “copie y pegue” su contenido.

    (Las respuestas deberán enviarse, al finalizar el curso a juanmariagallardo@gmail.com . Quien quisiera obtener el certificado deberá comprometerse a responder PERSONALMENTE las reflexiones pedagógicas; no deberá enviar el trabajo hecho por otro). 

      1. Según Orígenes, ¿qué ventajas tiene la oración?
      2. ¿Cómo es posible orar incesantemente?
      3. ¿Cuáles son las formas de oración que Orígenes distingue?
      4. ¿Qué es la posición orante?
      5. ¿Qué recomienda –San Agustín- pedir en la oración?
      6. Desde la perspectiva de San Agustín, ¿cómo se ha de orar?
     

      Lectura complementaria 

      Congregación para la Doctrina de la Fe   
      Orationis Formas    

        Introducción

        1. El deseo de aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en muchos cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la cultura moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y oración. El interés que han suscitado en estos años diversas formas de meditación ligadas a algunas religiones orientales y a sus peculiares modos de oración, aún entre los cristianos, es un signo no pequeño de esta necesidad de recogimiento espiritual y de profundo contacto con el misterio divino.

        Sin embargo, frente a este fenómeno, también se siente en muchos sitios la necesidad de unos criterios seguros de carácter doctrinal y pastoral, que permitan educar en la oración, en cualquiera de sus manifestaciones, permaneciendo en la luz de la verdad, revelada en Jesús, que nos llega a través de la genuina tradición de la Iglesia. La presente carta intenta responder a esta necesidad, para que la pluralidad de formas de oración, algunas de ellas nuevas, nunca haga perder de vista su precisa naturaleza, personal y comunitaria, en las diversas Iglesias particulares. Estas indicaciones se dirigen en primer lugar a los Obispos, a fin de que las hagan objeto de su solicitud pastoral en las Iglesias que les han sido confiadas y, de esta manera, se convoque a todo el Pueblo de Dios —sacerdotes, religiosos y laicos— para que, con renovado vigor, oren al Padre mediante el Espíritu de Cristo nuestro Señor.

        2. El contacto siempre más frecuente con otras religiones y con sus diferentes estilos y métodos de oración ha llevado a que muchos fieles, en los últimos decenios, se interroguen sobre el valor que pueden tener para los cristianos formas de meditación no cristianas. La pregunta se refiere sobre todo a los métodos orientales [1]. Actualmente algunos recurren a tales métodos por motivos terapéuticos: la inquietud espiritual de una vida sometida al ritmo sofocante de la sociedad tecnológicamente avanzada, impulsa también a un cierto número de cristianos a buscar en ellos el camino de la calma interior y del equilibrio psíquico.

        Este aspecto psicológico no será considerado en la presente carta, que más bien desea mostrar las implicaciones teológicas y espirituales de la cuestión. Otros cristianos, en la línea del movimiento de apertura e intercambio con religiones y culturas diversas, piensan que su misma oración puede ganar mucho con esos métodos. Al observar que no pocos métodos tradicionales de meditación, peculiares del cristianismo, en tiempos recientes han caído en desuso, éstos se preguntan: ¿no se podría enriquecer nuestro patrimonio, a través de una nueva educación en la oración, incorporando también elementos que hasta ahora eran extraños? [ volver ]

        3. Para responder a esta pregunta, es necesario ante todo considerar, aunque sea a grandes rasgos, en qué consiste la naturaleza íntima de la oración cristiana, para ver luego si puede ser enriquecida con métodos de meditación nacidos en el contexto de religiones y culturas diversas y cómo se puede hacer. Para iniciar esta consideración se debe formular, en primer lugar, una premisa imprescindible: la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. Por eso se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios. La oración cristiana expresa, pues, la comunión de las criaturas redimidas con la vida íntima de las Personas trinitarias. En esta comunión, que se funda en el Bautismo y en la Eucaristía, fuente y culmen de la vida de Iglesia, se encuentra contenida una actitud de conversión, un éxodo del yo del hombre hacia el Tú de Dios. La oración cristiana rehuye técnicas impersonales o centradas en el yo, capaces de producir automatismos en los cuales, quien la realiza, queda prisionero de un espiritualismo intimista, incapaz de una apertura libre al Dios trascendente. En la Iglesia, la búsqueda legítima de nuevos métodos de meditación deberá siempre tener presente que el encuentro de dos libertades, la infinita de Dios con la finita del hombre; es esencial para una oración auténticamente cristiana.

       

        Capítulo I: LA ORACIÓN CRISTIANA A LA LUZ DE LA REVELACIÓN

       

        4. La misma Biblia enseña cómo debe rezar el hombre que recibe la revelación bíblica. En el Antiguo Testamento se encuentra una maravillosa colección de oraciones, mantenida viva a lo largo de los siglos en la Iglesia de Jesucristo, que se ha convertido en la base de la oración oficial: el Libro de los Salmos o Salterio [2]. Oraciones del tipo de los Salmos aparecen ya en textos más antiguos o resuenan en aquellos más recientes del Antiguo Testamento [3]. Las oraciones del libro de los Salmos narran sobre todo las grandes obras de Dios con el pueblo elegido. Israel medita, contempla y hace de nuevo presentes las maravillas de Dios, recordándolas a través de la oración.

        En la revelación bíblica, Israel llega a reconocer y alabar a Dios presente en toda la creación y en el destino de cada hombre. Le invoca, por ejemplo, como auxiliador en el peligro y la enfermedad, en la persecución y en la tribulación. Por último, siempre a la luz de sus obras salvíficas, le alaba en su divino poder y bondad, en su justicia y misericordia, en su infinita majestad.

        5. En el Nuevo Testamento, la fe reconoce en Jesucristo —gracias a sus palabras, a sus obras, a su Pasión y Resurrección— la definitiva autorrevelación de Dios, la Palabra encarnada que revela las profundidades de Dios: enviado en el corazón de los creyentes, «lo penetra todo, hasta lo más íntimo de Dios» (1ª Cor 2,10). El Espíritu, según la promesa de Jesús a los discípulos, explicará todo lo que Cristo no podía decirles todavía. pero el Espíritu «no hablará por sí mismo, ... sino que me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes» (Jn 16,13-14). Lo que Jesús llama aquí «mío» es, como explica a continuación, también de Dios Padre, porque «todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes» (Jn 16,15).

        Los autores del Nuevo Testamento, con pleno conocimiento, han hablado siempre de la revelación de Dios en Cristo dentro de una visión iluminada por el Espíritu Santo. Los evangelios sinópticos narran las obras y las palabras de Jesucristo sobre la base de una comprensión más profunda, adquirida después de la Pascua, de lo que los discípulos habían visto y oído; todo el Evangelio de Juan está iluminado por la contemplación de Aquél que, desde el principio, es el Verbo de Dios hecho carne; Pablo, al que Jesús se apareció en el camino de Damasco en su majestad divina, intenta educar a los fieles para que puedan «comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad (del Misterio de Cristo)..., conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios» (Ef 3,18-19). Para Pablo el «Misterio de Dios es Cristo, en quien están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2,3) y —precisa el Apóstol—: «Los pongo sobre aviso para que nadie los engañe con sofismas» (v. 4). [ volver ]

        6. Existe, por tanto, una estrecha relación entre la Revelación y la oración. La constitución dogmática Dei Verbum nos enseña que, mediante su revelación, Dios invisible, «movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33,11; Jn 15,14-15), trata con ellos (cf. Bar 3,38) para invitarlos y recibirlos en su compañía» [4].

        Esta revelación se ha realizado a través de palabras y de obras que remiten siempre, recíprocamente, las unas a las otras; desde el principio y de continuo todo converge hacia Cristo, plenitud de la revelación y de la gracia, y hacia el don del Espíritu Santo. Éste hace al hombre capaz de recibir y contemplar las palabras y la obras de Dios, y de darle gracias y adorarle, en la asamblea de los fieles y en la intimidad del propio corazón iluminado por la gracia.

        Por este motivo la Iglesia recomienda siempre la lectura de la Palabra de Dios como fuente de la oración cristiana; al mismo tiempo, exhorta a descubrir el sentido profundo de la Sagrada Escritura mediante la oración «para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues 'a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras'» [5]. [ volver ]

        7. De cuanto se ha recordado derivan de inmediato algunas consecuencias. Si la oración del cristiano debe insertarse en el movimiento trinitario de Dios, también su contenido esencial deberá necesariamente estar determinado por la doble dirección de ese movimiento: en el Espíritu Santo, el Hijo viene al mundo para reconciliarlo con el Padre, a través de sus obras y de sus sufrimientos; por otro lado, en el mismo movimiento y en el mismo Espíritu, el Hijo encarnado vuelve al Padre, cumpliendo su voluntad mediante la Pasión y la Resurrección. El Padrenuestro, la oración de Jesús, indica claramente la unidad de este movimiento: la voluntad del Padre debe realizarse en la tierra como en el cielo (las peticiones de pan, de perdón, de protección, explicitan las dimensiones fundamentales de la voluntad de Dios hacia nosotros) para que una nueva tierra viva y crezca en la Jerusalén celestial.

        La oración de Jesús [6] ha sido entregada a la Iglesia («ustedes oren de esta manera», Mt 6,9); por esto, la oración cristiana, incluso hecha en soledad, tiene lugar siempre dentro de aquella comunión de los santos" en la cual y por la cual se reza, tanto en forma pública y litúrgica como en forma privada. Por tanto, debe realizarse siempre en el espíritu auténtico de la Iglesia en oración y, como consecuencia, bajo su guía, que puede concretarse a veces en una dirección espiritual experimentada. El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia [7]. [ volver ]

        Capítulo II: MODOS ERRÓNEOS DE HACER ORACIÓN

       

        8. Ya en los primeros siglos se insinuaron en la Iglesia modos erróneos de hacer oración, de los cuales se encuentran trazas en algunos textos del Nuevo Testamento (cf. 1ª Jn 4,3; 1ª Tim 1,3-7 y 4,3-4). Poco después, aparecen dos desviaciones fundamentales de las que se ocuparon los Padres de la Iglesia: la pseudognosis y el mesalianismo. De esa primitiva experiencia cristiana y de la actitud de los Padres se puede aprender mucho para afrontar la problemática contemporánea.

        Contra la desviación de la pseudognosis [8], los Padres afirman que la materia ha sido creada por Dios y, como tal, no es mala. Además sostienen que la gracia, cuyo principio es siempre el Espíritu Santo, no es un bien propio del alma, sino que debe implorarse a Dios como don. Por esto, la iluminación o conocimiento superior del Espíritu —gnosis— no hace superflua la fe cristiana. Por último, para los Padres, el signo auténtico de un conocimiento superior, fruto de la oración, es siempre el amor cristiano.

        9. Si la perfección de la oración cristiana no puede valorarse por la sublimidad del conocimiento gnóstico, tampoco puede serlo en relación con la experiencia de lo divino, como propone el mesalianismo [9]. Los falsos carismáticos del siglo IV identificaban la gracia del Espíritu Santo con la experiencia psicológica de su presencia en el alma. Contra éstos los Padres insistieron en que la unión del alma orante con Dios tiene lugar en el misterio; en particular, por medio de los sacramentos de la Iglesia. Esta unión puede realizarse también a través de experiencias de aflicción e incluso de desolación. Contrariamente a la opinión de los mesalianos, éstas no son necesariamente un signo de que el Espíritu ha abandonado el alma. Como siempre han reconocido los maestros espirituales [10], pueden ser en cambio una participación auténtica del estado de abandono de nuestro Señor en la Cruz, el cual permanece siempre como Modelo y Mediador de la oración. [ volver ]

        10. Ambas formas de error continúan siendo una tentación para el hombre pecador. Le instigan a tratar de suprimir la distancia que separa la criatura del Creador, como algo que no debería existir; a considerar el camino de Cristo sobre la Tierra —por el que Él nos quiere conducir al Padre— como una realidad superada; a degradar al nivel de la psicología natural —como «conocimiento superior» o «experiencia»— lo que debe ser considerado como pura gracia.

        Estas formas erróneas, que resurgen esporádicamente a lo largo de la historia al margen de la oración de la Iglesia, parecen hoy impresionar nuevamente a muchos cristianos, que se entregan a ellas como remedio —psicológico o espiritual— y como rápido procedimiento para encontrar a Dios (cf. van Ruysbroek y santa Teresa de Jesús [11]). [ volver ]

        11. Pero estas formas erróneas, donde quiera que surjan, pueden ser diagnosticadas de modo muy sencillo. La meditación cristiana busca captar, en las obras salvíficas de Dios, en Cristo —Verbo Encarnado— y en el don de su Espíritu, la profundidad divina, que allí se revela siempre a través de la dimensión humano-terrena. Por el contrario, en aquellos métodos de meditación, incluso cuando se parte de palabras y hechos de Jesús, se busca prescindir lo más posible de lo que es terreno, sensible y conceptualmente limitado, para subir o sumergirse en la esfera de lo divino, que, en cuanto tal, no es ni terrestre, ni sensible, ni conceptualizable [12]. Esta tendencia, presente ya en la tardía religiosidad griega —sobre todo en el "neoplatonismo"—, se vuelve a encontrar en la base de la inspiración religiosa de muchos pueblos, enseguida que reconocen el carácter precario de sus representaciones de lo divino y de sus tentativas de acercarse a él. [ volver ]

        12. Con la actual difusión de los métodos orientales de meditación en el mundo cristiano y en las comunidades eclesiales, nos encontramos de frente a una aguda renovación del intento, no exento de riesgos y errores, de fundir la meditación cristiana con la no cristiana. Las propuestas en este sentido son numerosas y más o menos radicales: algunas utilizan métodos orientales con el único fin de conseguir la preparación psicofísica para una contemplación realmente cristiana; otras van más allá y buscan originar, con diversas técnicas, experiencias espirituales análogas a las que se mencionan en los escritos de ciertos místicos católicos [13]; otras incluso no temen colocar aquel absoluto sin imágenes y conceptos, propio de la teoría budista [14], en el mismo plano de la majestad de Dios, revelada en Cristo, que se eleva por encima de la realidad finita. Para el fin, se sirven de una «teología negativa» que supera cualquier afirmación que tenga algún contenido sobre Dios, negando que las cosas del mundo puedan ser una señal que remita a la infinitud de Dios. Por esto, proponen abandonar no sólo la meditación de las obras salvíficas que el Dios de la Antigua y Nueva Alianza ha realizado en la historia, sino también la misma idea de Dios, Uno y Trino, que es Amor, en favor de una inmersión «en el abismo indeterminado de la divinidad» [15].

        Estas propuestas u otras análogas de armonización entre meditación cristiana y técnicas orientales deberán ser continuamente cribadas con un cuidadoso discernimiento de contenidos y de método, para evitar la caída en un pernicioso sincretismo. [ volver ]

        Capítulo III: EL CAMINO CRISTIANO DE LA UNIÓN CON DIOS

       

        13. Para encontrar el justo «camino» de la oración, el cristiano debe considerar lo que se ha dicho precedentemente a propósito de los rasgos relevantes del camino de Cristo, cuya «comida es hacer la voluntad de Aquel que (lo) envió y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Ésta es la unión más estrecha e íntima —traducida continuamente en oración profunda— que Jesús vive con su Padre. La voluntad del Padre le envía a los hombres, a los pecadores; más aún, a los que le matarán. Y la forma de estar más íntimamente unido al Padre es obedecer a esa voluntad. Sin embargo, eso de ninguna manera impide que, en el camino terreno, se retire también a la soledad para orar, para unirse al Padre y recibir de Él nuevo vigor para su misión en el mundo. Sobre el Tabor, donde su unión con el Padre aparece de manera manifiesta, se evoca su Pasión (cf. Lc 9,31) y allí ni siquiera se considera la posibilidad de permanecer en «tres carpas» sobre el monte de la Transfiguración. Toda oración contemplativa cristiana remite constantemente al amor del prójimo, a la acción y a la pasión, y, precisamente de esa manera, acerca más a Dios.

        14. Para aproximarse a ese misterio de la unión con Dios, que los Padres griegos llamaban divinización del hombre, y para comprender con precisión las modalidades en que se realiza, es preciso ante todo tener presente que el hombre es esencialmente criatura [16], y como tal permanece para siempre, de tal forma que nunca será posible una absorción del yo humano en el Yo divino, ni siquiera en los más altos estados de gracia. Pero se debe reconocer que la persona humana es creada «a imagen y semejanza» de Dios, y el arquetipo de esta imagen es el Hijo de Dios, en el cual y para el cual hemos sido creados (cf. Col 1,16). Ahora bien, este arquetipo nos descubre el más grande y bello misterio cristiano: el Hijo es desde la eternidad «otro» respecto al Padre y, sin embargo, en el Espíritu Santo, es «de la misma naturaleza»: por consiguiente, el hecho de que haya una alteridad no es un mal, sino más bien el máximo de los bienes. Hay alteridad en Dios mismo, que es una sola naturaleza en Tres Personas, y hay alteridad entre Dios y la criatura, que son por naturaleza diferentes. Finalmente en la sagrada Eucaristía, como también en los otros sacramentos —y análogamente en sus obras y palabras— Cristo se nos da a sí mismo y nos hace partícipes de su naturaleza divina [17], sin, por otro lado, suprimir nuestra naturaleza creada, de la que Él mismo participa con su encarnación. [ volver ]

        15. Si se consideran en conjunto estas verdades, se descubre, con gran sorpresa, que en la realidad cristiana se cumplen, por encima de cualquier medida, todas las aspiraciones presentes en la oración de las otras religiones, sin que, como consecuencia, el yo personal y su condición de criatura se anulen y desaparezcan en el mar del Absoluto. «Dios es Amor» (1ª Jn 4,8): esta afirmación profundamente cristiana puede conciliar la unión perfecta con la alteridad entre amante y amado, el eterno intercambio con el eterno diálogo. Dios mismo es este eterno intercambio, y nosotros podemos verdaderamente convertirnos en partícipes de Cristo, como «hijos adoptivos», y gritar con el Hijo en el Espíritu Santo: «Abbá, Padre». En este sentido, los Padres tienen toda la razón al hablar de divinización del hombre que, incorporado a Cristo Hijo de Dios por naturaleza, se hace, por su gracia, partícipe de la naturaleza divina, «hijo en el Hijo». El cristiano, al recibir al Espíritu Santo, glorifica al Padre y participa realmente de la vida trinitaria de Dios. [ volver ]

        Capítulo IV: CUESTIONES DE MÉTODO

        16. La mayor parte de las grandes religiones que han buscado la unión con Dios en la oración, han indicado también caminos para conseguirla. Como «la Iglesia Católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo» [18], no se deberían despreciar sin previa consideración estas indicaciones, por el mero hecho de no ser cristianas. Al contrario, se podrá tomar de ellas lo que tienen de útil, a condición de no perder nunca de vista la concepción cristiana de la oración, su lógica y sus exigencias, porque sólo dentro de esta totalidad esos fragmentos podrán ser reformados e incluidos. Entre éstos, se puede enumerar en primer lugar la humilde aceptación de un maestro experimentado en la vida de oración y que conozca sus normas; de esto se ha tenido siempre conciencia en la experiencia cristiana desde los tiempos antiguos, ya en la época de los Padres del desierto. Este maestro, experto en el sentire cum ecclesia, debe no sólo dirigir y llamar la atención sobre ciertos peligros, sino también, como «padre espiritual», introducir de manera viva, de corazón a corazón, en la vida de oración, que es don del Espíritu Santo.

        17. El tardío clasicismo no cristiano distinguía tres estados en la vida de perfección: las vías de la purificación, de la iluminación y de la unión. Esta doctrina ha servido de modelo para muchas escuelas de espiritualidad cristiana. Este esquema, en sí mismo válido, necesita sin embargo algunas precisiones que permitan su correcta interpretación cristiana, evitando peligrosos malentendidos.

        18. La búsqueda de Dios mediante la oración debe ser precedida y acompañada de la ascesis y de la purificación de los propios pecados y errores, porque según la palabra de Jesús solamente «los que tienen el corazón puro verán a Dios» (Mt 5,8). El Evangelio señala sobre todo una purificación moral de la falta de verdad y de amor y, sobre un plano más profundo, de todos los instintos egoístas que impiden al hombre reconocer y aceptar la voluntad de Dios en toda su integridad. En contra de lo que pensaban los estoicos y neoplatónicos, las pasiones no son, en sí mismas, negativas; es negativa su tendencia egoísta y, por tanto, el cristiano debe liberarse de ella para llegar a aquel estado de libertad positiva que el clasicismo cristiano llama «apatheia», el Medioevo «impassibilitas» y los Ejercicios Espirituales ignacianos «indiferencia» [19].

        Esto es imposible sin una radical abnegación, como se ve también en san Pablo que usa abiertamente la palabra «mortificación» (de las tendencias pecaminosas) [20]. Sólo esta abnegación hace al hombre libre para realizar la voluntad de Dios y participar en la libertad del Espíritu Santo. [ volver ]

        19. Por consiguiente, la doctrina de aquellos maestros que recomiendan «vaciar» el espíritu de toda representación sensible y de todo concepto, deberá ser correctamente interpretada, manteniendo sin embargo una actitud de amorosa atención a Dios, de tal forma que permanezca, en la persona que hace oración, un vacío susceptible de llenarse con la riqueza divina. El vacío que Dios necesita es la renuncia al propio egoísmo, no necesariamente la renuncia a las cosas creadas que nos ha dado y entre las cuales nos ha colocado. No hay duda de que en la oración hay que concentrarse enteramente en Dios y excluir lo más posible aquellas cosas de este mundo que nos encadenan a nuestro egoísmo. En este punto, san Agustín es un maestro insigne. Si quieres encontrar a Dios, dice, abandona el mundo exterior y entra en ti mismo. Sin embargo, prosigue, no te quedes allí, sino sube por encima de ti mismo, porque tú no eres Dios: Él es más profundo y grande que tú. «Busco en mi alma su sustancia y no la encuentro; sin embargo, he meditado en la búsqueda de Dios y, empujado hacia Él a través de las cosas creadas, he intentado conocer sus 'perfecciones invisibles' (Rom 1,20)» [21]. «Quedarse en sí mismo»: he aquí el verdadero peligro. El gran Doctor de la Iglesia recomienda concentrarse en sí mismo, pero también trascender el yo que no es Dios, sino sólo una criatura. Dios es «interior intimo meo, et superior summo meo» [22]. Efectivamente, Dios está en nosotros y con nosotros, pero nos trasciende en su misterio [23].

        20. Desde el punto de vista dogmático, es imposible llegar al amor perfecto de Dios si se prescinde de su autodonación en el Hijo encarnado, crucificado y resucitado. En Él, bajo la acción del Espíritu Santo, participamos, por pura gracia, de la vida intradivina. Cuando Jesús dice: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9), no se refiere simplemente a la visión y al conocimiento exterior de su figura humana («la carne de nada sirve», Jn 6,63). Lo que entiende con ello es más bien un «ver» hecho posible por la gracia de la fe: ver a través de la manifestación sensible de Jesús lo que éste, como Verbo del Padre, quiere verdaderamente mostrarnos de Dios («El Espíritu es el que da Vida (...); las palabras que les dije son Espíritu y Vida» (ibid). En este «ver» no se trata de la abstracción puramente humana («ab-stractio») de la figura en la que Dios se ha revelado, sino de captar la realidad divina en la figura humana de Jesús, de captar su dimensión divina y eterna en su temporalidad. Como dice san Ignacio en los Ejercicios Espirituales, deberíamos intentar captar «la infinita suavidad y dulzura de la divinidad» (nº 124), partiendo de la finita verdad revelada en la que habíamos comenzado. Mientras nos eleva, Dios es libre de «vaciarnos» de todo lo que nos ata en este mundo, de atraernos completamente a la vida trinitaria de su amor eterno. Sin embargo, este don puede ser concedido sólo «en Cristo a través del Espíritu Santo» y no por nuestras propias fuerzas, prescindiendo de su revelación. [ volver ]

        21. En el camino de la vida cristiana después de la purificación sigue la iluminación mediante el amor que el Padre nos da en el Hijo y la unción que de Él recibimos en el Espíritu Santo (cf. 1ª Jn 2,20).

        Desde la antigüedad cristiana se hace referencia a la «iluminación» recibida en el bautismo. Ésta introduce a los fieles, iniciados en los divinos misterios, en el conocimiento de Cristo, mediante la fe que opera por medio de la caridad. Es más, algunos escritores eclesiásticos hablan explícitamente de la iluminación recibida en el bautismo como fundamento de aquel sublime conocimiento de Cristo Jesús (cf. Flp 3,8) que viene definido como «theoria» o contemplación [24] .

        Los fieles, con la gracia del bautismo, están llamados a progresar en el conocimiento y en el testimonio de las verdades de la fe, cuando «comprenden internamente los misterios que viven» [25]. Ninguna luz divina hace que las verdades de la fe queden superadas. Por el contrario, las eventuales gracias de iluminación que Dios pueda conceder ayudan a aclarar la dimensión más profunda de los misterios confesados y celebrados por la Iglesia, en espera de que el cristiano pueda contemplar a Dios en la gloria tal y como es (cf. 1ª Jn 3,2). [ volver ]

        22. Finalmente, el cristiano que hace oración puede llegar, si Dios lo quiere, a una experiencia particular de unión. Los sacramentos, sobre todo el bautismo y la eucaristía [26], son el comienzo objetivo de la unión del cristiano con Dios. Sobre este fundamento, por una especial gracia del Espíritu, quien ora puede ser llamado a aquel particular tipo de unión con Dios, que, en el ámbito cristiano, viene calificado como mística.

        23. Ciertamente el cristiano tiene necesidad de determinados tiempos de retiro en la soledad para recogerse y encontrar, cerca de Dios, su camino. Pero, dado su carácter de criatura, y de criatura consciente de no estar seguro sino por la gracia, su modo de acercarse a Dios no se fundamenta en una técnica, en el sentido estricto de la palabra. Esto iría en contra del espíritu de infancia exigido por el Evangelio. La auténtica mística cristiana nada tiene que ver con la técnica: es siempre un don de Dios, cuyo beneficiario se siente indigno [27]. [ volver ]

        24. Hay determinadas gracias místicas —por ejemplo, las conferidas a los fundadores de instituciones eclesiales en favor de toda su fundación, así como a otros santos—, que caracterizan su peculiar experiencia de oración y no pueden, como tales, ser objeto de imitación y aspiración para otros fieles, aunque pertenezcan a la misma institución y estén deseosos de una oración más perfecta [28]. Pueden existir diversos niveles y modalidades de participación en la experiencia de oración de un fundador sin que a todos deba ser conferida con idénticas características. Por otra parte, la experiencia de oración, que ocupa un puesto privilegiado en todas las instituciones auténticamente eclesiales antiguas y modernas, constituye siempre, en último término, algo personal. Y es a la persona a quien Dios da su gracia en vista de la oración.

        25. A propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu Santo y los carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los primeros son algo que todo cristiano puede reavivar en sí mismo a través de una vida solícita de fe, de esperanza y de caridad y, de esa manera, llegar a una cierta experiencia de Dios y de los contenidos de la fe, por medio de una seria ascesis. En cuanto a los carismas, san Pablo dice que existen sobre todo en favor de la Iglesia, de los otros miembros del Cuerpo místico de Cristo (cf. 1ª Cor 12,7). Al respecto hay que recordar, por una parte, que los carismas no se pueden identificar con los dones extraordinarios —«místicos»— (cf. Rom 12,3-21), por otra, que la distinción entre «dones del Espíritu Santo» y «carismas» no es tan estricta. Un carisma fecundo para la Iglesia no puede ejercitarse, en el ámbito neotestamentario, sin un determinado grado de perfección personal; por otra parte, todo cristiano «vivo» posee una tarea peculiar —y en este sentido un «carisma»«para la edificación del Cuerpo de Cristo» (cf. Ef 4,15-16) [29], en comunión con la Jerarquía, a la cual «compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (LG nº 12). [ volver ]

        Capítulo V: LOS MÉTODOS PSICOFÍSICOS-CORPÓREOS

        26. La experiencia humana demuestra que la posición y la actitud del cuerpo no dejan de tener influencia sobre el recogimiento y la disposición del espíritu. Esto constituye un dato al que han prestado atención algunos escritores espirituales del Oriente y del Occidente cristiano.

        Sus reflexiones, aun presentando puntos en común con los métodos orientales no cristianos de meditación, evitan aquellas exageraciones o visiones unilaterales que, en cambio, con frecuencia se proponen hoy en día a personas insuficientemente preparadas.

        Los autores espirituales han adoptado aquellos elementos que facilitan el recogimiento en la oración, reconociendo al mismo tiempo su valor relativo: son útiles si se conforman y se orientan a la finalidad de la oración cristiana [30]. Por ejemplo, el ayuno cristiano posee ante todo el significado de un ejercicio de penitencia y de sacrificio, pero, ya para los Padres, estaba también orientado a hacer más disponible al hombre para el encuentro con Dios y al cristiano más capaz de dominio de sí mismo y, simultáneamente, más atento a los hermanos necesitados.

        En la oración el hombre entero debe entrar en relación con Dios y, por consiguiente, también su cuerpo debe adoptar la postura más propicia al recogimiento [31]. Tal posición puede expresar simbólicamente la misma oración, variando según las culturas y la sensibilidad personal. En algunos lugares, los cristianos están adquiriendo hoy una mayor conciencia de cómo puede favorecer la oración una determinada actitud del cuerpo.

        27. La meditación cristiana del Oriente [32] ha valorizado el simbolismo psicofísico, que a menudo falta en la oración del Occidente. Este simbolismo puede ir desde una determinada actitud corpórea hasta las funciones vitales fundamentales, como la respiración o el latido cardíaco. El ejercicio de la «oración a Jesús» [33] por ejemplo, que se adapta al ritmo respiratorio natural, puede —al menos por un cierto tiempo— servir de ayuda real para muchos. Por otra parte, los mismos maestros orientales han constatado también que no todos son igualmente idóneos para hacer uso de este simbolismo, porque no todas las personas están en condiciones de pasar del signo material a la realidad espiritual que se busca. El simbolismo, comprendido de modo inadecuado e incorrecto, puede incluso convertirse en un ídolo y, como consecuencia, en un impedimento para la elevación del espíritu a Dios. Vivir en el ámbito de la oración toda la realidad del propio cuerpo como símbolo es todavía más difícil: puede degenerar en un culto al mismo y hacer que se identifiquen subrepticiamente todas sus sensaciones con experiencias espirituales. [ volver ]

        28. Algunos ejercicios físicos producen automáticamente sensaciones de quietud o de distensión, sentimientos gratificantes y, quizá, hasta fenómenos de luz y calor similares a un bienestar espiritual. Confundirlos con auténticas consolaciones del Espíritu Santo sería un modo totalmente erróneo de concebir el camino espiritual. Atribuirles significados simbólicos típicos de la experiencia mística, cuando la actitud moral del interesado no se corresponde con ella, representaría una especie de esquizofrenia mental que puede conducir incluso a disturbios psíquicos y, en ocasiones, a aberraciones morales.

        Esto no impide que auténticas prácticas de meditación provenientes del Oriente cristiano y de las grandes religiones no cristianas, que ejercen un atractivo sobre el hombre de hoy —dividido y desorientado—, puedan constituir un medio adecuado para ayudar, a la persona que hace oración, a estar interiormente distendida delante de Dios, incluso en medio de las solicitaciones exteriores.

        Sin embargo, es preciso recordar que la unión habitual con Dios, o esa actitud de vigilancia interior y de invocación de la ayuda divina que en el Nuevo Testamento viene llamada la «oración continua» [34], no se interrumpe necesariamente ni siquiera cuando hay que dedicarse, según la voluntad de Dios, al trabajo y al cuidado del prójimo. «Sea que coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan», nos dice el Apóstol, «háganlo todo para la gloria de Dios» (1ª Cor 10,31). Efectivamente, la oración auténtica, como sostienen los grandes maestros espirituales, suscita en los que la practican una ardiente caridad que los empuja a colaborar en la misión de la Iglesia y al servicio de sus hermanos para mayor gloria de Dios [35]. [ volver ]

        Conclusión: "YO SOY EL CAMINO"

        29. Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana, enseñada por la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel Camino al Padre, que Jesucristo ha dicho ser. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará, pues, conducir no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu Santo, que le guía a través de Cristo al Padre.

        30. En todo caso, para quien se empeña seriamente vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto y, a pesar de todos sus esfuerzos, no «sentir» nada de Dios. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a todos los cristianos que rezan, con la «noche oscura» de tipo místico. De todas maneras en aquellos períodos debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que aunque podrán darle la impresión de una cierta «artificiosidad» se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva.

        En estos momentos aparentemente negativos se muestra lo que busca realmente quien hace oración: si busca a Dios que, en su infinita libertad, siempre lo supera, o si se busca sólo a sí mismo, sin lograr ir más allá de las propias «experiencias», le parezcan positivas —de unión con Dios—, o negativas —de «vacío» místico—.

        31. El amor a Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad de la cual uno no se puede «apropiar» con ningún método o técnica; es más, debemos tener siempre la mirada fija en Jesucristo, en quien el amor divino por nosotros ha llegado sobre la Cruz a tal punto, que también Él ha asumido para sí la condición de alejamiento del Padre (cf. Mc 15,34). Debemos, pues, dejar decidir a Dios la manera como quiere hacernos partícipes de su amor. Pero no podemos jamás, en modo alguno, intentar ponernos al mismo nivel del objeto contemplado, el amor libre de Dios; tampoco cuando, por la misericordia de Dios Padre, mediante el Espíritu Santo enviado a nuestros corazones, se nos da gratuitamente en Cristo un reflejo sensible de este amor Divino y nos sentimos como atraídos por la verdad, la bondad y la belleza del Señor.

        Cuando más se le concede a una criatura acercarse a Dios, tanto más crece en ella la reverencia delante del Dios tres veces Santo. Se comprende entonces la palabra de san Agustín: «Tú puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo» [36]. O bien la palabra, para nosotros aún más familiar, pronunciada por aquella que ha sido gratificada con la más alta intimidad con Dios: «Miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1,48). [ volver ]

        El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante una Audiencia concedida al infrascripto Prefecto, ha aprobado esta carta, acordada en reunión plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha ordenado su publicación.

        Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 15 de Octubre de 1989, fiesta de santa Teresa de Jesús.

        † Joseph Cardenal RATZINGER

        Prefecto

        † Monseñor Alberto BOVONE

        Secretario

        NOTAS

        [1] Con la expresión "métodos orientales" se entienden métodos inspirados en el hinduismo y el budismo, como el «zen», la «meditación trascendental» o el «yoga». Se trata, pues, de métodos de meditación del extremo oriente no cristiano que, no pocas veces hoy en día, son utilizados también por algunos cristianos en su meditación. Las orientaciones de principio y de método contenidas en el presente documento, desean ser un punto de referencia no sólo para este problema, sino también, más en general, para las diversas formas de oración practicadas en las realidades eclesiales, particularmente en las asociaciones, movimientos y grupos.

        [2] Sobre el libro de los Salmos en la oración de la Iglesia, cf. Institutio generalis de Liturgia Horarum, nº 100-109.

        [3] Cf. por ejemplo Ex 15; Deut 32; 1º Sam 2; 2º Sam 22; algunos textos proféticos; 1º Crón 16.

        [4] Dei Verbum, nº 2. Este documento ofrece otras indicaciones importantes para una comprensión teológica y espiritual de la oración cristiana; véanse por ejemplo los nº 3, 5, 8 y 21.

        [5] Dei Verbum, nº 25.

        [6] Sobre la oración de Jesús véase Institutio generalis de Liturgia Horarum, nº 3-4.

        [7] Cf. Institutio generalis de Liturgia Horarum, nº 9.

        [8] La pseudognosis consideraba la materia como algo impuro, degradado, que envolvía el alma en una ignorancia de la que debía librarse por la oración; de esa manera, el alma se elevaba al verdadero conocimiento superior y, por tanto, a la pureza. Ciertamente, no todos podían conseguirlo, sino sólo los hombres verdaderamente espirituales; para los simples creyentes bastaban la fe y la observancia de los mandamientos de Cristo.

        [9] Los mesalianos fueron ya denunciados por san Efrén Sirio (Hymni contra Haereses 22,4, ed. Beck, CSCO 169, 1957, p.79), y después, entre otros, por Epifanio de Salamina ( Panarion, también llamado Adversus Haereses, PG 41,156-1200; PG 42,9-832), y Anfiloquio, obispo de Iconio (Contra haereticos, Ficker, Amphilochiana 1, Leipzig, 1906, 21-77).

        [10] Cf. por ejemplo san Juan de la Cruz, Subida del monte Carmelo, II; cap. 7,11.

        [11] En la Edad Media existían corrientes extremistas al margen de la Iglesia, descritas, no sin ironía, por uno de los grandes contemplativos cristianos, el flamenco Jan van Ruysbroek. Distingue éste en la vida mística tres tipos de desviación (Die gheestelike Brulocht 228,12 - 230,17; 230,18 - 232,22; 232,23 - 236,6 y hace también una crítica general referida a estas formas (236,7 - 237,29). Más tarde, técnicas semejantes han sido descritas y rechazadas por santa Teresa de Jesús. Observa ésta agudamente que «el mismo cuidado que se pone en no pensar en nada despertará la inteligencia a pensar mucho» y que dejar de lado el misterio de Cristo en la meditación cristiana es siempre una especie de «traición» (véase: santa Teresa de Jesús, Vida 12,5 y 22,1-5).

        [12] Mostrando a toda la Iglesia el ejemplo y la doctrina de santa Teresa de Jesús, que en su tiempo debió rechazar la tentación de ciertos métodos que invitaban a prescindir de la humanidad de Cristo en favor de un vago sumergirse en el abismo de la divinidad, el Papa Juan Pablo II decía en una homilía el 1-Nov-1982 que el grito de Teresa de Jesús en favor de una oración enteramente centrada en Cristo «vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se inspira en Cristo y conduce a Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida» (cf. Jn 14,6). Véase: Homilia Abulae habita in honorem Sanctae Teresiae, AAS 75, 1983, 256-257.

        [13] Véase, por ejemplo «The cloud of unknowing (La nube del desconocimiento)», obra espiritual de un escritor anónimo inglés del siglo XIV.

        [14] El concepto «nirvana» viene entendido en los textos religiosos del budismo, como un estado de quietud que consiste en la anulación de toda realidad concreta por ser transitoria y, precisamente por eso, decepcionante y dolorosa.

        [15] El Maestro Eckhart habla de una inmersión «en el abismo indeterminado de la divinidad» que es una «tiniebla en la cual la luz de la Trinidad nunca ha resplandecido» (cf. Sermo «Ave gratia plena», al final, J. Quint, Deutsche Predigten und Traktate, Hanser 1955, p. 261).

        [16] Cf. Gaudium et Spes nº 19,1): «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva. Y sólo puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador».

        [17] Como escribe santo Tomás a propósito de la Eucaristía: «... proprius effectus huius sacramenti est conversio hominis in Christum, ut dicat cum Apostolo: Vivo ego, iam non ego; vivit vero in me Christus (Gál 2,20)» (In IV Sent., d. 12 q. 2 a. 1).

        18] Decl. Nostra Aetate, nº 2.

        [19] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, nº 23 y passim.

        [20] Cf. Col 3,5; Rom 6,11ss; Gál 5,24.

        [21] San Agustín, Enarrationes in Psalmos XLI,8; PL 36,469.

        [22] San Agustín, Confessiones 3,6,11; PL 32,688. Cf. De vera Religione 39,72; PL 34,154.

        [23] El sentido cristiano positivo del «vaciamiento» de las criaturas, resplandece de forma ejemplar en el Pobrecito de Asís. San Francisco, precisamente porque ha renunciado a ellas por amor del Señor, las ve llenas de su presencia y resplandecientes en su dignidad de criaturas de Dios y entona la secreta melodía de su ser en el Cántico de las criaturas (cf. C. Esser, San Francisco de Asís, Escritos completos y biografías primitivas, La Editorial Católica, Madrid, 1956, p. 71. En el mismo sentido escribe en la Carta a todos los fieles: «Toda criatura que hay en el cielo y en la tierra, en el mar y los abismos (Ap 5,13), rinda a Dios alabanzas, gloria, honor y bendición, pues Él es nuestra virtud y fortaleza; Él sólo es bueno (Lc 18,19), Él sólo altísimo, omnipotente, admirable, glorioso; sólo Él santo, digno de ser alabado y bendecido por los siglos de los siglos. Amén» (Ibid. Opuscula... 124).  
      San Buenaventura hace notar cómo Francisco percibía en cada criatura la huella de Dios y derramaba su alma en el gran himno del reconocimiento y la alabanza (cf. Legenda S. Francisci, cap. 9 nº 1, en Opera omnia, ed. Quaracchi, 1898, Vol. VIII, p. 530; traducción al castellano en: San Francisco..., p. 586).

        [24] Véanse, por ejemplo, san Justino, Apología I,61,12-13; PG 6,420-421; Clemente de Alejandría, Paedagogus I,6,25-31; PG 8,281-284; san Basilio de Cesarea, Homiliae diversae 13,1; PG 31,424-425; san Gregorio Nacianceno, Orationes 40,3,1; PG 36,361.

        [25] Dei Verbum nº 8.

        [26] La eucaristía, definida por la Const. dogm. Lumen Gentium "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11), nos hace "participar realmente del cuerpo del Señor"; en ella "somos elevados a la comunión con él" (LG 7).

        [27] Cf. santa Teresa de Jesús, Castillo interior IV,1,2.

        [28] Nadie que haga oración, aspirará, sin una gracia especial, a una visión global de la revelación de Dios como san Gregorio Magno reconoce en san Benito, o al impulso místico con el que san Francisco de Asís contemplaba a Dios en todas sus criaturas, o a una visión también global, como la que tuvo san Ignacio en el río Cardoner y de la cual afirma que, en el fondo, habría podido tomar para él el puesto de la Sagrada Escritura. La «noche oscura» descrita por san Juan de la Cruz, es parte de su personal carisma de oración: no es preciso que todos los miembros de su orden la vivan de la misma forma, como si fuera la única manera de alcanzar la perfección en la oración a que están llamados por Dios.

        [29] La llamada del cristiano a experiencias «místicas» puede incluir tanto lo que Santo Tomás califica como experiencia viva de Dios a través de los dones del Espíritu Santo, como las formas inimitables —a las que, por tanto, no se debe aspirar— de donación de la gracia (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Iª, IIae, a. 1 c, como también a. 5 ad 1).

        [30] Véanse, por ejemplo, los escritores antiguos que hablan de la actitud del orante asumida por los cristianos en oración: Tertuliano, De oratione XIV; PL 1,1170; XVII; PL 1,1174-1176; Orígenes, De oratione XXXI,2; PG 11,550-553. Y refiriéndose al significado de tal gesto: Bernabé, Epistula XII,2-4; PG 2,760-761; san Justino, Dialogus 90,4-5; PG 6,689-692; san Hipólito de Roma, Commentarium in Daniel III,24; GCS I,168,8-17; Orígenes, Homiliae in Ex. XI,4; PG 12,377-378. Sobre la posición del cuerpo, véase también Orígenes, De oratione XXXI,3; PG 11,553-555.

        [31] Cf. san Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales 76.

        [32] Como por ejemplo la de los anacoretas hesicastas. La hesyquia o quietud, externa e interna, es considerada por los anacoretas una condición de la oración; en su forma oriental, está caracterizada por la soledad y las técnicas de recogimiento.

        [33] El ejercicio de la oración a Jesús, que consiste en repetir una fórmula densa de referencias bíblicas de invocación y súplica (por ejemplo, "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí"), se adapta al ritmo respiratorio natural. A este propósito, puede verse: san Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales nº 258.

        [34] Cf. 1ª Tes 5,17. Puede verse también 2ª Tes 3,8-12. De éstos y otros textos surge la problemática: ¿cómo conciliar la obligación de la oración continua con la del trabajo? Pueden verse, entre otros, san Agustín, Epistula 130,20; PL 33,501-502 y san Juan Casiano, De institutis coenobiorum III,1-3; SC 109,92-93. Puede leerse también la "Demostración sobre la oración" de Afrahate, el primer Padre de la iglesia siríaca, y en particular los nº 14-15, dedicados a las llamadas "obras de la oración" (cf. edición de Parisot, Afraatis Sapientis Persae Demonstrationes, IV; PS 1, pp.170-174.

        [35] Cf. santa Teresa de Jesús, Castillo interior VII,4,6.

        36] San Agustín, Enarrationes in Psalmos CXLII,6: PL 37,1849. Véase también san Agustín, Tract. in Ioh. IV,9: PL 35,1410: "Quando autem nec ad hoc dignum se dicit, vere plenus Spiritu Sancto erat, qui sic servus Dominum agnivut, et ex servo amicus fieri meruit". 


       

       

      1 A. Hamman, La oración, p. 751.

      2 J. Quasten, Patrología, «B.A.C., 206», Madrid 19682, 1, p. 379.

      3 Estas objeciones se encontraban o corrían entre los filósofos paganos, como el estoico Epicteto, y entre los epicúreos. Epicteto, para expresar la absoluta independencia del hombre respecto a Dios, y por tanto la absoluta inutilidad de la oración, decía: «Límpiate a ti mismo las narices».

      4 Orígenes, Tratado sobre la oración, 6, 4, p. 65s.

      5 Cfr. S. Tomás de Aquino, Summa theologiæ, II-II, q. 83, a. 2.

      6 Orígenes, Tratado sobre la oración, 8, 2, p. 72s.

      7 Ibid., 31, 2, p. 238s.

      8 Ibid., 9, 1, p. 73.

      9 Ibid., 10, 2, p. 78s.

      10 Ibid., p. 79.

      11 Ibid., 12, 2, p. 86s.

      12 Ibid., 14, 2, p. 98s.

      13 Ibid., 14, 1, p. 97s.

      14 Ibid., 14, 2, p. 99.

      15 Ibid.

      16 Ibid.

      17 Ibid., 33, 1, p. 249.

      18 Ibid., 31, 2, p. 239.

      19 Ibid., p. 239s.

      20 Ibid., 31, 3, p. 240s.

      21 Ibid., 31, 4, p. 242.

      22 Ibid.

      23 A. Hamman, La oración, p. 749.

      24 Orígenes, Tratado sobre la oración, 31, 5, p. 243s.

      25 Ibid., 32, p. 248s.

      26 Citamos esta carta por la siguiente edición: Obras completas de San Agustín, 11a, edición bilingüe, «B.A.C., 99», Madrid 19873, pp. 52-82.

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